28 de enero de 2010

CITAS HORRIBLES III. Primera parte.

“ He pasado una noche estupenda, pero no ha sido esta”

Groucho Marx


Foto: Marijo Grass


Hay una cosa que me vuelve loca: las exquisitas pastelerías artesanas que atesoran tras sus vitrinas una selección de repostería, chocolates y dulces. En mi cocina nunca faltan los ingredientes necesarios para improvisar todo tipo de postres; además de canela, vainilla, cardamomo o anís para aromatizarlos. Si tuviera que hacer una lista de 5 cosas imprescindibles en mi alimentación estoy convencida que el chocolate sería una de ellas, aunque un atracón me pase factura obligándome a multiplicar las visitas al gimnasio para seguir luciendo camisetas ajustadas, abrigos entallados con manga tres cuartos o estilosas minifaldas.


Uno de los padres de la ecología, el naturalista y botánico sueco Carolus Linnaeus, quien también ostenta el honor de aparecer en los billetes de 100 coronas, definió el cacao en el s. XVIII como: “ el manjar de los dioses”. Y yo, fiel a sus principios, le sigo la corriente y siempre encuentro una excusa válida para disfrutarlo.


La única vez en mi vida que he sobrepasado la ingesta de chocolate hasta enfermar fue tras una breve estancia en Suiza durante el verano siguiente a mi “paso del ecuador” en la Facultad de Bellas Artes. Una desastrosa cita improvisada me sirvió como excusa para regresar a casa atiborrándome de los trozos sobrantes de una sopera que me habían regalado, cuya finalidad era romperla en añicos, lo que me permitió ignorar la decepción y conservar en la memoria la parte positiva de la experiencia, con la que aprendí a hacer una degustación como mandan los cánones de los históricos maestros chocolateros del lugar: Rodolphe Lindt o Philippe Suchard.



Foto: Marijo Grass


Mi gran amiga Natalia, vecina de caballete en la clase de dibujo del natural— donde pasábamos horas contemplando modelos desnudos en escorzos imposibles—, consiguió su ansiado carnet de conducir y me propuso celebrarlo con una escapada a los Alpes para visitar un amigo común, oriundo de Ginebra, que había prometido enseñarnos las fabulosas vistas del mirador en el pico de Monfort, situado a casi 3.500 metros de altitud, desde el que se divisa el Cervino, Montblanc, Monte Rosa y el Jungfrau.


Yo hubiera preferido ir en invierno a disfrutar de un paisaje de postal navideña pero, Natalia insistió en que debíamos estudiar las tonalidades verdes en alta montaña, hacer infinidad de excursiones y, además, Louis nos iba a instalar en una casita de ensueño, prestada por un amigo de la high society, en Verbier: fabulosa estación de esquí para deportistas avanzados ubicada en el Canton de Valais, a 156 km de Ginebra.


No necesité más argumentos. En realidad no tardo ni tres minutos en hacer una maleta y salir de viaje, incluso sin maleta; el placer de la aventura me apasiona y, para eso venden bragas y cepillos de dientes en cualquier estación de servicio o pueblo perdido, a menos que te sumerjas en la selva o el desierto; y este no era el caso.


Nos pusimos en marcha un extraño día a finales de julio. Una inesperada tormenta teñía el cielo de un gris Payne a un negro Bujía, como solíamos especificar entonces nuestras referencias al color: amarillo Cadmio, azul de Prusia o rojo Inglés; dando muestras de lo mucho que aprendíamos en nuestras clases de pintura o de la carta de óleos Van Gogh de Talens que usábamos a diario.




Foto: Marijo Grass


Esta vez fue Natalia la que espetó ante semejante panorama:


¡Qué pasada!, parece la puerta del infierno. ¿Será una señal?


En aquél momento atribuí su temor a la inexperiencia como conductora así que le respondí sin más dilación:


Pero, ¡si es una maravilla! Vamos a sumergirnos en un cuadro de TURNER. ¡Me encanta!


Joseph M. William Turner fue un artista romántico conocido como “el pintor de la luz”; considerado uno de los fundadores de la pintura paisajista inglesa y gran fuente de inspiración para los Impresionistas. Unas semanas atrás habíamos intentado imitar sus cielos sin éxito porque su maestría, mostrando el poder de la naturaleza y su autoridad sobre el hombre, fue única e irrepetible.




Joseph M. William TURNER


A pesar de algunos momentos complicados durante la ruta, a causa de la tormenta, conseguimos llegar a Perpignan y hacer un alto en el camino para comer nuestro “tradicional bocata de calamares” en el bar de un colega de Logroño, que visitábamos cada año en septiembre durante la celebración de un Festival fotográfico de nuestro interés .





Foto: Marijo Grass


Después de medianoche y tras un par de cafés y varios paquetes de galletas Príncipe, que nos zampamos estirando las piernas en Avignon y Grenoble, llegamos por fin a Ginebra.

Louis nos esperaba en casa de su madre porque en su minipiso, de una sola estancia, solo cabía él y su perro Jasper: un San Bernardo de casi 70 kilos acostumbrado a tirarse encima de la cama cuando duerme la gente. Semejante pretexto nos pareció suficiente para acceder encantadas a pernoctar con su mamá, que vivía en la Rue du Marchè: una calle bastante animada repleta de tiendas demasiado tentadoras para un par de fashion victim como nosotras. Por fortuna estaban cerradas y la idea era salir temprano para Verbier.


Madeleine nos recibió en bata y con los rulos puestos; tuvo la amabilidad de ofrecernos un refresco y regalarnos la típica sopera de chocolate rellena de mazapanes y golosinas. Este obsequio se hace en diciembre con motivo de la celebración más popular del país pero, a ella le daba igual que estuviéramos en pleno verano con tal de contentar a su hijo con un buen recibimiento.


Desde hace 400 años “La Escalada” del 11 y 12 de diciembre congrega a los ginebrinos en el casco antiguo de la ciudad para recordar a la Mère Royaume: un ama de casa valerosa que estaba preparando un caldo cuando se enteró del asedio de las tropas del Duque de Saboya y, no se le ocurrió más que arrojar el caldo burbujeante por la ventana sobre un soldado que pretendía escalar la muralla. De esa forma alertó a los ciudadanos y pudieron responder al ataque. El gesto heroico se apodó “El Marmitazo”, y todavía hoy se dedican a romper ollas como posesos para conmemorarlo.






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A la mañana siguiente, alrededor de las 7 AM, se presentó Louis en un 4 x4 para salir rumbo a las montañas. Nosotras, todavía medio sonámbulas, cambiamos de vehículo dejando a buen recaudo las soperas de chocolate. Enseguida nos quedamos dormidas de nuevo hasta que el aire fresco de los Alpes, rozando nuestras mejillas, nos despertó suavemente.


Oye, esto me recuerda a Heidi— susurró mi amiga al tiempo que se desperezaba y, a continuación, empezó a cantar a voz en grito—. Abuelito dime túuu, qué sonidos son los que oigo yo, abuelito dime túuu por qué yo en la nube voy. Dimeeee por qué huele el aire asiii, dime por qué yo soy tan feliz, abuelitooooo…

¿Te has fumado un porro con el café?— soltó Louis al ver a mi amiga en pleno exorcismo infantil, aullando enloquecida para ver si el eco de las montañas le hacía los coros.





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Media hora más tarde atravesamos Verbier rumbo a la casita del abuelo de Heidi pero lo que encontramos fue una espectacular villa de madera de dos plantas, con unas vistas impresionantes y una habitación, casi tan grande como mi piso de entonces, destinada a guardar toneladas de botas, tablas de snowboard y esquís.


Una vez instaladas nos dirigimos al pueblo a conocer los amigos de Louis: un grupo de pijos suizos con los que intimó años atrás cuando trabajaba como monitor deportivo en las pistas. Paul, Heinz y Walter se mostraron entusiasmados con nuestra aparición y propusieron la primera excursión del día tras tomar unas cervezas en los bares típicos de la zona, donde tuvimos ocasión de comprobar el por qué de nuestro éxito: la mayor parte de los veraneantes eran familias con niños o abuelos así que, la llegada de dos españolitas monas y dicharacheras era lo mejor que podían encontrar en medio del paisaje alpino.





Foto: Marijo Grass


Nos llevaron al famoso mirador del Monfort; atravesamos infinidad de senderos contemplando el bellísimo paisaje; incluso tuvimos la oportunidad de ver in situ la final del famoso Campeonato Internacional de Parapente que se estaba celebrando esos días. Nos fascinó que la gente ascendiera hasta la cima del mundo y después se lanzara al vacío, armados con un simple paracaídas que más bien parecía un toldito sujeto a unas cuerdas y, tras atravesar unas cuantas cumbres, aterrizara a pie de montaña en medio de un circulito de dos metros de diámetro señalado con Blanco Nevin en el suelo.


Esa noche quedamos de nuevo para hacer la ruta de bares y empezamos a intimar un poco. Natalia, que siempre fue más lanzada que yo, se sintió atraída inmediatamente por el chistoso de Walter, que estuvo amenizando las rondas de cerveza con el anecdotario particular de sus célebres fracasos en las competiciones de snowboard, a pesar de que era su pasión y que había hecho sus pinitos en la decoración de tablas en sus clases de diseño gráfico.

Paul era un tipo gigante y muy reservado; cursaba derecho en Ginebra y, según Louis, era el mejor esquiador de los tres. Y Heinz— que lucía aspecto de artista atormentado y un poco canalla, de esos que me atraían inmediatamente en aquella época—, resultó que estudiaba Historia del Arte en la Universidad de Friburgo, aunque su familia residía en Lausanne. Todos se conocían desde pequeños por disfrutar de una segunda residencia en Verbier.





Foto: Marijo Grass

Oye, y, ¿tu nombre es común por aquí?— disparó Nati a Heinz intentando encubrir su atracción por Walter pero sin alejarse un centímetro de él.


Siempre me he preguntado por qué cuando nos gusta un tío perdemos la capacidad para conversar con él pero no tenemos ningún problema en hacerlo con sus amigos, aunque más que conversar hagamos el ridículo.

¡Como el Barón Thyssen! En España es muy famoso; por Tita. ¿Ella es famosa aquí ?— continuó imparable Nati, exhibiendo su “Marujismo” más frívolo acentuado por el alcohol.

Bueno, no sé— respondió Heinz un tanto perplejo—. Mi padre hace negocios con ellos.

Mari, ¡qué fuerte! Vamos a pedirle que nos lleve a visitar Villa Favorita. A lo mejor Tita nos invita a merendar o nos enseña su colección particular— exclamó mi amiga dirigiéndose a mí en Español.

Nati, contrólate que vamos a quedar como pueblerinas. Y eso que somos de pueblo— le respondí, también en nuestro idioma.


En ese momento intervino Louis— que nos conocía de sobra y sabía que las copas nos descontrolaban un poco—, proponiendo una partida de billar.


De madrugada, sepultadas en unas fundas nórdicas de plumas de no sé que pato o ganso de lujo, continuamos con el cotilleo sobre los chicos hasta que la conversación se apagó por si sola, vencidas de nuevo por el cansancio y el coma etílico que llevábamos puesto.



Foto: Alexandra González


Al día siguiente, nuestro posible contacto para codearnos con los Thyssen propuso llevarnos a Gruyères: un pequeño pueblo medieval del Cantón de Friburgo, presidido por un enorme castillo, que invita al paseante a sumergirse en un paisaje de cuento centroeuropeo con casitas como la de Hansel y Gretel, donde compramos un exquisito surtido de quesos.





Foto: Marijo Grass


Después de un almuerzo ligero, Louis se empeñó en que viéramos los diseños de H.R. Giger, que tiene allí su Museo: un lugar alucinante donde puedes introducirte en su universo terrorífico, que yo desconocía en aquél momento.


H.R.Giger es un magnífico ilustrador suizo que alcanzó la fama internacional por el diseño de la criatura y los escenarios de la película ALIEN de Ridley Scott, por la que se llevó un Óscar, además de otros trabajos en Poltergeist II. Influenciado por artistas como Jean Cocteau o Dalí, sus paisajes de pesadilla ,muy próximos al surrealismo, están cargados de una simbología sexual casi fetichista, y han influenciado a nuevas generaciones de dibujantes y cineastas durante los últimos 30 o 40 años.





Salimos de aquél lugar un tanto excitadas y sobrecogidas a la vez porque el trabajo de este artista— que fascina a los góticos de hoy en día—, nos había impresionado de verdad, dejando en el ambiente una turbadora sensualidad que despertó nuestros instintos más básicos.

En aquél momento un cierto aroma de lujuria empezó a apoderarse de todos los presentes.


Walter empezaba a responder a las señales que Natalia le había estado enviando desde que nos conocimos y todos parecían darse cuenta menos ella. Louis decidió empujar al destino y propuso regresar a Verbier. Mientras nos dirigíamos hacia los coches el enigmático Heinz me sorprendió de repente agarrándome por la cintura sin que yo tuviera tiempo a reaccionar y acercando sus labios a mi oído susurró:

¿Te gusta el chocolate?


¿Cómo era posible que este tío me hubiera calado tan rápido?


¡Me encanta!— respondí tan veloz que casi no le dejé finalizar la pregunta.


En un instante improvisó una escapada comunicando al resto de los presentes que nos quedábamos porque quería enseñarme los alrededores. Sin pensarlo dos veces y desoyendo las advertencias de mi madre sobre desconocidos que se transforman en psicópatas me largué con él.


Una vez en marcha observé que, al tal Heinz, se le estaba poniendo una mirada libidinosa que no había observado antes pero, me dejé llevar por el placer de la aventura porque: el tío me gustaba, su conversación era interesante, estaba de vacaciones, no tenía compromiso a la vista, mi recién estrenado corte de pelo escalado y con mechas me quedaba de fábula y, ¡a nadie le amarga un dulce!, y menos de chocolate.




Foto: Marijo Grass


CONTINUARÁ

21 de enero de 2010

CITAS HORRIBLES - I ( MEME )


“ Temer al amor es temer a la vida, y los que temen a la vida ya están medio muertos”


Bertrand Russell. Filósofo y Matemático del s.XX. Premio Nobel de Literatura 1950.



Foto: Marijo Grass


Yo no he temido jamás ni al amor ni a la vida pero, de esta guisa terminé en la fiesta de mi séptimo cumpleaños tras el primer desengaño amoroso de mi leyenda personal: hecha unos zorros. En aquél momento ni siquiera sabía lo que significaban esas palabras juntas: desengaño amoroso.


Mi hermana mayor intentó sacarme de la ignorancia sin demasiado éxito:


Es lo que pasa cuando llevas 2 años pidiendo a los Reyes una bicicleta nueva y crees que la abuela tiene razón con eso de: “A la tercera va la vencida”, y te encuentras una muñeca que no se parece nada a la que tú querías, la flauta barroca para la clase de música, un diccionario y dos puzzles de gatos.

A mí me gustan los gatos— respondo, manteniendo el mismo grado de confusión.


Lo malo de tener 4 hermanos es que el parque móvil ( patines, bicis etc.) se hereda, y los Reyes Magos ignoran lo que has redactado con tanto esmero después de pasar un mes reduciendo la lista por deseo expreso de tu progenitora, que es muy práctica, sobre todo si tiene varios hijos pero, yo no podía quejarme: siempre me traían cajas nuevas de rotuladores, acuarelas o lápices de colores porque, lo que más me gustaba era PINTAR.


Unos días antes de mi séptimo aniversario, mi madre, como cada año, preguntó:


¿Quieres que preparemos algo especial para tu fiesta?


Para ella, algo especial era: decidir el sabor de la tarta, adornar el patio de casa con guirnaldas recortadas sobre papel de celofán y preparar juegos que nos mantuvieran entretenidos toda la tarde, además de una bolsa de sobres sorpresa para regalar a mis invitados.


Quiero pintar; que pintemos todos, y las caras también, con el maquillaje de carnaval— respondí al instante.





Foto: Marijo Grass


Ese año, mi colegio, dirigido por monjas durante medio siglo, se hizo mixto, aportando tres niños a una clase en la que la figura masculina se había limitado al profesor de música: el padre Ramón, cincuentón y dicharachero; director del coro de la parroquia y venerado por las religiosas de la orden de Cluny, que competían por agasajarlo con sus bollos a la hora del almuerzo.


Al iniciar el curso instalaron dos porterías de fútbol en el patio y, el vestuario y los lavabos mermaron de repente. Sabía que semejante congregación de gallinitas en tan poco espacio iba a traer consecuencias pero, en aquél momento no imaginaba de qué tipo.


Jorge, Salva y Dani estrenaron rol de cobayas en segundo de primaria, y la casualidad hizo que a dos los sentaran juntos en un pupitre y el tercero ocupara el asiento contiguo al mío.

Durante el primer trimestre todas se sentían aliviadas porque no habían corrido la misma suerte pero, Dani se reveló como un niño encantador, tan amante de las artes plásticas como yo y más interesado en aprender a tocar un instrumento que en pegar patadas al balón o espiar a las chicas en los lavabos; no daba empujones, ni robaba bocadillos, ni gastaba bromas pesadas; además, jugaba con nosotras y nos regalaba cromos así que, enseguida se convirtió en el protagonista de nuestros sueños principescos, y yo en la más envidiada por tenerlo a mi vera cada día y compartir con él ejercicios y cuchicheo.





Foto: Marijo Grass


Nunca pertenecí al grupo de las chicas guapas y populares. Prefería quedarme en segundo plano y observar la escena evitando el protagonismo que otras reclamaban desesperadamente. Mis humildes logros se producían en la clase de plástica y, con la llegada de Dani empezamos a compartir nuestro éxito al formar el tándem perfecto para decorar la escuela en celebraciones y eventos. No sabía por qué pero, pasar la jornada al lado del niño nuevo de la clase me otorgaba una situación de privilegio. Me sentía poderosa. Los chicos se habían convertido en el foco de atención por la novedad, y la popularidad de Dani ganaba enteros a diario. Todas revoloteaban a su alrededor pero yo gozaba de su cercanía más tiempo.





Foto: Marijo Grass


Entonces llegó la primavera: periodo de revolución hormonal en las aulas por defecto, y con ella mi cumpleaños. Como podéis imaginar la primera persona que invité fue Dani y, si no fuera por la insistencia de mi madre no hubiera convocado a nadie más. Yo quería jugar a solas con él, pintar un dibujo muy grande a cuatro manos, pringarme de colores hasta la cejas pero… nada de eso sucedió.


El día amaneció lluvioso y las guirnaldas de papel, que habíamos colgado durante el fin de semana, se deshicieron formando una pasta multicolor esparcida por los límites del patio, pegándose a las plantas que mi abuela cuidaba con tanto esmero.


Trasladar el festejo al interior trajo consigo una serie de limitaciones: el espacio de juegos se limitaba al recibidor en el que descansaba un carrito auxiliar con los útiles de maquillaje frente a un espejo y, el salón, con un escaso trozo de suelo para disponer cartulinas y rotuladores; nada de pinturas murales para demostrar mis dotes artísticas al alimón con mi compañero, ni cuerdas para saltar, ni patines ni pelotas. Teníamos que conformarnos con un baúl de disfraces, la caja de Juegos Reunidos Geyper, los puzzles de gatos y la Nancy, con todos los vestidos que atesoraba desde los cuatro años con auténtica devoción.





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Por fin empezaron a llegar mis invitadas. Todas nos pintamos la cara y nos peleamos por los disfraces que tenían complementos como collares, coronas o alas de mariposa; también por las túnicas árabes que solíamos lucir en las fiestas de Moros y Cristianos.


Al cabo de un rato pedí a mi madre que llamara a casa de Dani por si había perdido mi dirección pero se limitó a pasarme el teléfono.


Hola, ¿no vas a venir a mi fiesta?

No sé, mi mamá no ha llegado. Estoy con mi abuela. ¿Tienes tarta de chocolate?

¡Claro!, y muchas pinturas. ¿Por qué no le dices a tu abuela que te traiga?

No sé, lo preguntaré. Adiós.


Y me colgó, dejándome traspuesta y tan confundida como al escuchar a mi hermana mayor hablando de su decepción con los regalos de Reyes.


Desde mi punto de vista, la fiesta empeoraba por momentos: algunos trozos de tarta esparcidos por el suelo adornaban la melena de la Nancy y sus vestidos; mi caja nueva de rotuladores ya no era nueva y, en el rincón del maquillaje no quedaba nada en condiciones para convertirnos en fieras y jugar a los animales de la selva.





Foto: Marijo Grass



Una hora más tarde, cuando ya había perdido la esperanza de pintar con mi amigo, se presentó con su abuela y una caja enorme de ceras Manley como obsequio. El recibimiento que le hicieron todas me relegó a un segundo plano, algo que en mi condición de reina de la fiesta no estaba dispuesta a permitir. Aun así conseguí que estrenara conmigo su regalo durante algunos minutos. Enseguida lo engatusaron con un álbum de cromos de Mazinger Z y después se dedicó a jugar con otras niñas o con mi hermano pequeño.

Para acabar de rematarlo, cuando empezaba a dudar de mi éxito, Lala me quitó la corona y se escondió debajo de la mesa.


Al cabo de un rato la descubrí zampándose un plato de patatas fritas CON ÉL. Estuvieron ahí mucho rato porque yo me encerré con el disgusto en mi habitación hasta que mi madre y sus teorías sobre la anfitriona perfecta me devolvieron a la fiesta donde pude comprobar que ellos seguían parloteando bajo la mesa.





Foto: Marijo Grass


Todo sonaba a traición. Tampoco entendía muy bien por qué estaba tan enfadada. A fin de cuentas era mi amigo, había venido a mi fiesta con un regalo estupendo y seguía siendo encantador pero, no podía retenerlo para mí sola compartiendo pupitre como en el colegio. Ese sentimiento de posesión era nuevo. Yo era la tercera de 4 hermanos y estaba acostumbrada a compartirlo todo pero, la irrupción de Dani en mi universo artístico y emocional había cambiado la percepción de mis anhelos. Era mi fiesta de cumpleaños, yo quería a Dani para mí sola y me fastidiaba compartirlo con el resto de mis amigas. Deseaba con toda mi alma que se marcharan todas y que él fuera el último en abandonar mi casa para pintar juntos, como había previsto, pero tampoco pude hacerlo.


Al final de la tarde quedamos Marieta, Vicenta, Dani y yo. Mi madre nos ofreció un trozo más de pastel antes de recoger la mesa. Marieta, que era la peor en la clase de plástica, se empeñó en maquillarme de nuevo dejándome como los dibujos del demonio que nos había enseñado el padre Ramón. Cuando me vi en el espejo mis ojos se inundaron de lágrimas; a esas alturas el cansancio me vencía y me picaba la cara. Y, lo peor llegó al regresar a la sala y descubrir a la cursi de Vicenta atiborrándose de tarta junto a Dani, y este limpiando los restos de chocolate de su barbilla como si de un novio se tratara.


Mi hermana mayor, con la que compartía habitación, entendió a la perfección mi desconsuelo y, a partir de ese momento empezó a instruirme en los asuntos con el sexo opuesto afirmando que todos los chicos eran idiotas y solo te hacían caso si pasabas de ellos. A pesar de la decepción no dejé de creer en el amor y jamás he temido a la vida, como decía Bertrand Russell, porque mi primer desengaño fortaleció mi carácter y , además, saqué la nota más alta en la clase de plástica.





Foto: Marijo Grass


Como soy incapaz de contar las 5 historias en una sola entrada he decidido apostar por las entregas, como en las antiguas fotonovelas.


Mil gracias a Simone y a Amparo por invitarme a participar en este MEME.



CONTINUARÁ