3 de septiembre de 2009

De ARROCES y otros GOZOS del JAMAR

Foto: Marijo Grass

Mi tierra está considerada el reino de los arroces. Aquí se valoran tanto como obras de arte. Entre las poblaciones de costa e interior podemos sumar más de 500 variedades.

En Valencia y Castellón se han quedado el mérito de la paella; los murcianos y sus playas del Mar Menor con los calderos, pero la lista interminable de arroces autóctonos en Levante es inagotable; y las disputas ancestrales sobre el origen de los manjares tan legendarias como las batallas de moros y cristianos en las fiestas populares.

La abuela dice que los madrileños que aterrizaban en nuestras playas cuando empezó el boom turístico, allá por los sesenta, se llevaban todos los ingredientes para cocinar en sus casas; incluida el agua, que portaban en grandes garrafas.
Aquí están convencidos que hay otros factores tanto o más importantes que el tipo de arroz, el caldo o los ingredientes; especialmente el sofrito, el recipiente y el fuego. El tipo de leña y el control de la cocción es esencial. Los maestros de la zona aseguran que ni cocinas eléctricas ni de gas; eso es una herejía si quieres comer un arroz de verdad.

El tío Pepe— oriolano de cuna y madrileño de adopción— y, Ramonet— amigo de la familia y originario de Elche, población cercana a nuestro valle de las uvas—, discuten por el tipo de fuego:

— Ahí vamos a encender un buen sarmiento y verás el regustillo de las longanizas.
— La leña que tengo aquí es mejor para el conejo, con la pinaza se prende rápido; queda ahumado y le da un saborcico bueno, bueno.

Debería apuntar que el arroz con costra se considera el rey en Elche, pero los nativos de la Vega Baja del Segura hacen su versión; lo preparan en una cazuela de barro, que aquí son así de puristas y, si se te ocurre utilizar una olla de acero inoxidable o una placa de inducción son capaces de sacar el sable que empuñan en su comparsa y desafiarte.

He decidido sumarme al grupo que trocea verduras para la parrilla porque, ha ganado la receta del ilicitano;: la que lleva conejo; y no puedo soportar el momento gore de darle un sopapo al pobre animal y despellejarlo. Es uno de mis escasos traumas infantiles, acontecidos en esta casa, que no he podido olvidar…


En aquella época tendría unos cuatro años; solíamos pasar en este lugar casi la mitad del año. Todo el mundo tenía en su finca conejos y gallinas, además de un pequeño huerto, para abastecerse de productos básicos.
Los niños tratábamos a todos los animales como mascotas, daba igual si eran perros, lagartijas, caracoles o gatos. Yo adopté, como favorito, un conejito gris y blanco, bautizándolo con el nombre de Bunny, en honor al protagonista de unos cuentos de Richard Scarry, que me leían a diario: Las aventuras de “Conejín y Botijón”.



Foto: Marijo Grass

Scarry
fue un ilustrador americano cuyos trabajos llegaron a España en los 60 y 70 del siglo pasado. Publicó más de 300 títulos que vendieron millones de ejemplares traducidos a 30 lenguas. ¡Me encantaban sus conejitos…!
Supongo que a mis padres, interesados en impulsar el amor a la lectura, les parecían de lo más adecuado porque, en muchos de ellos, los personajes adoraban los libros y, con frecuencia, ejercían de lectores o bibliotecarios.



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Además, resultaban ejemplares, encarnando valores como: la amistad, el respeto, la ayuda incondicional o el trabajo. Y, en la colección que tenía de esa época vivían aventuras increíbles y se convertían en auténticos superhéroes pero, sin poderes extraños ni disfraz mágico.

Yo jugaba y alimentaba a Bunny como si fuera un miembro más de la familia; así tratábamos a nuestras mascotas; por eso nunca cuestioné por qué las abuelas se preocupaban si no estaba engordando.



Foto: Marijo Grass

Aquél día de un caluroso verano, celebrábamos una gran reunión familiar a la que también se sumaban amigos y paisanos. Desde primera hora de la mañana todos andaban arriba y abajo, ocupados en los preparativos y sin hacernos demasiado caso.
Aprovechando el despliegue de los mayores, saqué a Bunny de su jaula como otras veces, aunque me lo habían prohibido, por si se escapaba; pero todos sabemos que no hay más que censurar a un niño para aumentar su curiosidad y que haga lo contrario. Pasé más tiempo del habitual a su lado, acariciándolo en mi regazo y otorgándole atención y cuidados. Más tarde lo dejé sigilosamente en su morada, como hacía siempre, cuando mis hermanos me reclamaron a la hora del baño.

Cuando salimos de la piscina me quedé observando a los hombres un rato. Se ocupaban del fuego y eso siempre me ha fascinado; hasta que vi a Carmenchu— una señora con su sempiterna bata azul que ayudaba a mi madre en la casa—, dirigirse con paso firme a la jaula de los conejos. Al principio pensé que iba a limpiarla pero, de repente, la vi agarrar a Bunny por las orejas y llevárselo como un trapo. Empecé a gritar su nombre porque me pareció que le estaba lastimando; pero lo peor no había llegado todavía porque, en ese momento, alzó al conejo con una mano y con la otra le dio un golpe seco en el cuello— como en las películas de Jackie Chan—, que seguro le hizo mucho daño. Mi drama se agudizó cuando quise acercarme a ella corriendo, resbalé al borde de la piscina y me dí un porrazo. Cuando acabaron de curarme las heridas y salí al exterior cojeando me pareció ver la piel de Bunny en el suelo, como un trapo. La siguiente imagen es de Bunny troceado dorándose en el sofrito.
La expresión abatida de mi rostro y el llanto me duró el resto del verano.

Nunca he comido conejo porque, cada vez que veo alguno pelado, se reproduce en mi cabeza esa imagen terrorífica y, he pensado que a mi padre, que ama a los animales, le debió pasar lo mismo porque desde que tengo uso de razón es vegetariano.


Estamos en la parte trasera de la casa, las fuentes alineadas en una gran mesa improvisada, repletas de: berenjenas, pimientos, calabacines, tomates, cebollas , espárragos y otras verduras de temporada.
Hemos conseguido reunir un batallón de amigos y familia para despedir el verano pegándonos el atracón acostumbrado. Yo he pasado del arroz a pesar de la insistencia de Ramonet. Me quedo con la mojama, las ensaladas y toda la colección de verduras a la brasa; así me olvido del pobre Bunny.



Foto: Marijo Grass

A media tarde, cuando nos disponemos a empalmar la sobremesa con la merienda, aparece Natalio: panadero desde los 14 en el mismo horno de leña y, su mujer. Nos ha instruido sobre los secretos de una buena torta para hacer gazpacho; pero el manchego, no la sopa fría andaluza que inmortalizó Almodóvar en “ Mujeres al borde de un ataque de nervios” : un potaje de invierno que incluye esas tortas con carne.

— Oye, Natalio. ¿Cómo haces las madalenas con trozos de chocolate para que suba tanto la masa?— pregunta mi hermana al recién llegado, después de ofrecerle una brocheta de frutas con una bola de helado.
— Espera que rebobine que lo tengo en automático— responde Natalio rascándose detrás de la oreja y deslizando a continuación un dedo por debajo de la nariz; como haciendo una llamada a su inspiración.
— Es que me pasa lo mismo con la coca de aceite: la de sardina o la de pisto. Siempre me queda la masa muy fina…— continúa mi hermana al tiempo que se sirve una infusión de tomillo, recolectado por la mañana en la loma sobre la que se asienta la finca.
— A la coca le tienes que poner el aderezo antes de que suba— añade Natalio gesticulando
— ¿Cómo dices?
— Tú amasas, extiendes y pones el relleno antes de que suba; la tapas con un paño y la dejas reposar 20 minutos. Después a hornear otros 15 o 20 a 200ºC y ya la tienes— concluye Natalio sentando cátedra.
— Y, ¿qué me decías de las madalenas?— continúa mi hermana con su interrogatorio reposteril.
— A ver: media docena de huevos, un vaso de leche, medio vaso de aceite de girasol, que con el de oliva te queda un sabor un poco fuerte pa meterle luego las frutas o lo que sea; 100 gramos de azúcar, medio de harina, 2 yogures, ralladura de limón y la gaseosa.
— ¿Qué gaseosa?
— La de 2 colores; lleva un sobre blanco y otro azul.
— Y, ¿dónde compro eso en Madrid?: ¡gaseosa en sobres blanco y azul!— exclama mi hermana con un bufido, imaginando si en el bazar de la china, que hay cerca de su oficina, atestado de cosas inverosímiles, podrá encontrarlo.
— Pues aquí en la Mari: la de la charcutería del mercado. Los de Polo, de la panadería, también tienen, y Sacramento: la del puesto que trae los murcianos de cabello de ángel— suelta la tía Pepica, que hasta el momento se ha dedicado a asentir después de cada anotación de Natalio.

En ese instante empiezan a tirar petardos en la finca de al lado. Son los nietos de Ramonet, que todavía tienen un excedente de la pasada Nit de l´ Albà.

— No sé cómo les quedan ganas después de las quemaduras que se hicieron esa noche— suelta Asunción, la mujer de Ramonet y abuela de los carretilleros.
— Eso son heridas de guerra, las enseñarán con orgullo hasta que se mueran— añade Pepica, que siempre ha gozado de todas las tradiciones de los pueblos cercanos—. Yo no me lo pierdo por nada del mundo. Cuento los días para respirar el olor a pólvora. ¡Viva la Mare de Deu!— finaliza pletórica de emoción.



Foto: Marijo Grass

A mí me fascina el fuego, y en estas tierras cualquier excusa es buena para encenderlo, pero a la Nit de l´Albà, que se ve tras la montaña desde mi casa, hace años que no me acerco. Supongo que por quemarme los pies con las carretillas a los 6 años. No pude bañarme el resto del verano.

La nit de l´Albà (noche de la alborada, o del amanecer) se celebra en Elche el 13 de agosto. Es una fiesta de luz y sonido en la que los pirotécnicos visten de día la noche en la ciudad. Dicen que la tradición se remonta a la Edad Media, cuando todas las familias agradecían a la Virgen con un cohete por cada hijo. Empieza alrededor de las 11 hasta casi la media noche, en que se hace el silencio y empieza a sonar el “Gloria”: himno de la Coronación del Misteri d´Elx: una representación religiosa proclamada por la UNESCO como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, que yo recomiendo presenciar si te encuentras alguna vez por esos lares, porque resulta fascinante y te conecta con tu lado espiritual.

La conversación se interrumpe con la aparición de Encarna, que vive en la casa de al lado, portando unos cafés en las tazas que solo utiliza para las grandes ocasiones, que son herencia de familia y para ella tienen gran valor sentimental.

— Aquí les traigo, café, café, para quien le guste bien fuerte. Si quieren me queda una toña recién hecha para acompañar.



Foto: Marijo Grass


El sonido de las cigarras se intensifica entonando coros de un lado a otro de la pinada. La puesta de sol se acerca lentamente dibujando sombras inclinadas. La niñas se bañan de nuevo. Mi madre y la hija de Carmenchu— que continúa con la familia—, ponen a secar las cazuelas en un margen. Mi abuela prepara tomates para secar en unas tablas. Los hombres charlan a la sombra de un algarrobo, y las mujeres escuchan con atención los secretos de los rollitos de anís que hace Natalio.

Yo decido dar mi último paseo estival porque mis vacaciones han terminado; y empiezo a despedirme del paisaje y sus gentes cuando pasa Ricardo— el de la leña—, que me saluda como cada tarde al finalizar el reparto.



Foto: Marijo Grass