16 de junio de 2011

LA HUIDA. Cuarta parte.


“El blanco y negro de la gente que regresa a casa las tardes de invierno despierta en mí la sensación de que pertenezco a esta ciudad, de que comparto algo con ellos”.

Leo, mientras apuro un té en la terraza de un bar.



Foto: Marijo Grass


Me dirijo a la plaza Taksim Meydani, aprovechando que estoy en el lado asiático de Estambul; dejando atrás el blanco y negro de Pamuk, porque mi ánimo luce colorista entre las sombras de una mañana de invierno. Para mi sorpresa, el ambiente que encuentro resulta más europeo. El inmenso quiosco de flores, situado en el extremo norte, me hace pensar en Robert de nuevo.



Foto: Marijo Grass


Un viejo profesor jubilado, me cuenta que, en primavera, la ciudad se cubre de un manto de flores, gracias a los tulipanes que siembran alrededor de mezquitas y palacios. Al tulipán le han dedicado poemas y canciones; le atribuyen cualidades sagradas; se regala a las personas queridas y se considera un símbolo de su folklore.




Foto: Marijo Grass

“ … lo que hace especial a una ciudad no son solo su topografía ni las apariencias concretas de edificios y personas, la mayor parte de las veces creadas a partir de casualidades, sino los recuerdos que ha ido reuniendo la gente que, como yo, ha vivido cincuenta años en las mismas calles, las letras, los colores, las imágenes y la consistencia de las casualidades ocultas o expresas, que es lo que lo mantiene todo unido.”




Foto: Marijo Grass


Las palabras del escritor me hacen pensar en mi misma; en lo que me está ofreciendo el destino, y ahora siento que aquí empieza otro capítulo, haciendo un paréntesis en el camino. Recorro Istiklal Cadessi: la arteria principal y más cosmopolita de la ciudad; epicentro de la ruta comercial, plagada de boutiques, restaurantes y locales de ocio que la mantienen ruidosa y animada las 24 horas del día.




Foto: Marijo Grass


Observo a la gente que pasea, compra, vende o acarrea su mercancía. Me detengo delante de una vieja librería, que expone en el exterior primeras ediciones en turco del premio Nobel, como: “Mi nombre es rojo” o “La nueva vida” , de la que recuerdo su frase más célebre: “Un día leo un libro y mi vida ha cambiado”; y eso es exactamente lo que ha ocurrido conmigo. Interrumpe mi reflexión una mujer de mirada penetrante, que aparece en la entrada y me invita a seguirla al interior con un gesto sencillo.




Foto: Marijo Grass


“La mayor parte de las veces la cuestión no reside tanto en la belleza de los lugares y los paisajes ni en la simpatía o el respeto que muestra la gente por el viajero occidental, sino en lo que el autor espera de la ciudad y lo que el lector espera de sus escritos”



Foto: Marijo Grass


La mujer me lleva a la trastienda; me muestra ejemplares que incluyen imágenes de Beyoglu en diferentes épocas; desde los mercaderes genoveses y venecianos, a la caída del Imperio Otomano y la implantación de la República, en las que aparecen sus habitantes ejerciendo oficios que en el mundo moderno casi han desaparecido: limpiadores de botas, afiladores de cuchillos, constructores de instrumentos antiguos…. Me sorprenden por el valor documental y su belleza poética y decadente. A pesar del deseo de occidentalizarse, compruebo que muchos continúan, generación tras generación, ganándose la vida con sus manos, como si el tiempo se hubiera detenido y todo fuera igual que hace cincuenta, o cien años.




Foto: Marijo Grass


Poco después me ofrece un café turco. Se llama así por el modo en que lo preparan, dejando que el poso quede en el fondo de la taza, para leer en ella nuestros sueños ocultos. Y eso es lo que intenta revelarme esta enigmática librera, interpretando el papel de adivina. Por desgracia no entiendo su idioma, pero soy capaz de quedarme con la sensación de que sus palabras auguran esperanza.




Foto: Marijo Grass


Me despido de la mujer y salgo a la calle reconociendo a mi alrededor las imágenes que he visto en esos libros, como si en ellas y las palabras de Pamuk existiera una clave oculta que debo descifrar; algo esencial, con futuro. Embebida en mis pensamientos, casi soy atropellada por el viejo tranvía que circula por la calle Istiklal en dos direcciones, pero uno de los jóvenes que camina frente a mí, me da un empujón y me aparta de las vías, al tiempo que exclama un improperio que censura mi descuido.
“Gracias”, acierto a balbucear, sorprendida, descolocada, agradecida de nuevo; y continúo.




Foto: Marijo Grass


“Las sensaciones que provoca Estambul al observar el paisaje de la ciudad, al caminar por sus calles o al atravesarla en barco, se unen a las imágenes, pero es algo que no solo se consigue contemplando el panorama mientras se pasea, sino siendo capaz de aglutinar dentro de uno mismo el estado espiritual con las estampas que nos concede la ciudad. Si se hace con sinceridad y un mínimo de talento, en la memoria se funden las imágenes de la ciudad con los sentimientos más profundos y sinceros, con el dolor, la tristeza, la amargura y, a veces, con la felicidad, la alegría de vivir y el optimismo.”




Foto: Marijo Grass


Abro un pequeño compartimento del bolso, buscando un pañuelo con el que refrescarme el rostro, azorado, después del amago de accidente con el tranvía. Descubro atónita un pequeño Ipod que no es mío en su interior. Ahí está Robert otra vez, sorprendente, detallista, con una nota manuscrita: “ Te dejo los sonidos de Estambul, para que acompañen tu aventura y te regalen la inspiración que te conduzca al éxito. Abrazos musicales desde Atenas” .

Empiezo a pensar que este tío es un ángel; una aparición orquestada por mi hada madrina. Me pongo los cascos y decido cruzar al otro lado, dispuesta a contemplar algo magnífico.




Foto: Marijo Grass


Me dirijo al Palacio de Topkapy: residencia de los sultanes durante 400 años. Su situación privilegiada, en lo alto de una colina, proporcionaba un control absoluto de todos los rincones de la ciudad, además de unas espléndidas vistas. Está formado por múltiples pabellones, organizados en torno a 4 patios. Allí conservan los tesoros y reliquias del Islam, que puedes visitar mientras un monje pone banda sonora al espacio cantando textos del Corán.




Foto: Marijo Grass


El acceso al recinto, deviene en un enjambre de turistas, que circulan apelotonados bajo el paraguas de su guía. Me aíslo del bullicio escuchando la música que me ha dejado Robert; pensando en él observo los equipos de jardineros que mantienen los patios impecables, sembrándolos de flores.




Foto: Marijo Grass


Los lugares más visitados son el harén, decorado con preciosos azulejos procedentes de Iznik, el tesoro y las cocinas, en las que se llegaba a preparar 60 platos diferentes para alimentar miles de personas cada día. Recorro durante un buen rato el conjunto de dependencias, abriéndome paso entre los grupos que las veneran.




Foto: Marijo Grass


Atravieso lo que llaman la Puerta de la Felicidad, que da acceso a una sala que había visto antes como escenario en una vieja película de Jules Dassin, “Topkapi”: una divertida caper movie de los 60, en la que un grupo de delincuentes deciden robar la famosa daga, cubierta de esmeraldas, del sultán Mahmud I.






Me acerco a un mirador, contiguo a la sala de las audiencias, donde el sultán recibía a los embajadores, y allí, entre la gente que hace fotos del paisaje, reparo en una adolescente que me ha estado siguiendo durante la última hora; la miro a los ojos y ella me imita. Decide abordarme, nerviosa, con una expresión cálida, inocente, entre tímida y lanzada; igual que yo cuando descubrí a Robert.




Foto: Marijo Grass


—¿Tú quieres saber más? —pregunta , en un tosco inglés.

—¿Cómo dices? ¿Saber qué?

—Si necesitas guía; aquí, o en otro lugar de Estambul. Yo te puedo acompañar, y tú me explicas cosas de tu país. Quiero practicar el idioma, para salir, estudiar; saber más de las mujeres; conocer familias diferentes.

—¿Cómo te llamas? —pregunto, ofreciéndole una cálida sonrisa.

—Edyglü —responde con un tono musical.

—Yo Nerea.

—¿Quieres? —insiste, todavía cohibida.

—¡Claro que sí! Me encantaría tenerte como guía. ¿Tienes hambre?

—No sé.

—¡Vamos! Te invito a comer y charlamos —propongo, curiosa y sorprendida, por la simpática propuesta de la chica.


Me sigue a medio metro de distancia, dando pasos pequeños, con una media sonrisa que resplandece bajo el pañuelo azul celeste que envuelve su cara, hasta que salimos del recinto. Nos cruzamos una pareja con un simit en la mano. Tras ellos, el vendedor y su carro, que no es Mehmet, pero yo emulo a Robert, compro un par de roscas de pan con sésamo, le ofrezco una y seguimos caminando.



Foto: Marijo Grass


CONTINUARÁ