10 de diciembre de 2010

LAS CHICAS SON GUERRERAS. Segunda parte.


Foto: Marijo Grass


Me he quedado hipnotizado. Intento tomar un sorbo de mi tercer Blody Mary, recuperar el aliento y marcar la distancia con la enigmática mujer que palpa las líneas de mi mano, como si quisiera extraer la energía para derramarla en su copa y acabar con ella de un solo trago. Continúa murmurando asuntos de adivinación quiromántica y no consigo descifrar el juego. Su mirada de hechicera me desconcierta. Me siento acorralado y fascinado al mismo tiempo. La iluminación del King Cole Bar se ha reducido a una colección de luces diminutas, que parpadean sobre mi cabeza como luciérnagas depredadoras, acechando mi equilibrio mental; deslizándose entre las flores que estampan su vestido negro. De repente suelta una carcajada, que se expande con eco por toda la estancia, y yo regreso a la realidad.


Darling! ¡Despierta! Ja,ja,ja. Disculpa… Estaba probando un gag para un nuevo espectáculo. Lo siento, ja,ja,ja. Me llamo Bonnie. Bonnie Dum— extendiendo su mano y ofreciéndome un primer plano de sus uñas nacaradas—. ¡Encantada!— exclama, rejuveneciendo la expresión de su rostro.

— Ok, está bien. No pasa nada. Soy Marco. Marco…—. Y antes de terminar mi presentación escuchamos una voz histriónica acercándose a la barra.

¡Oh, my good! ¡Bonnie Dum! Te he visto en el teatro… ¡Me encanta tu trabajo!— exclama Carol, entrando en escena seguida de su abuela; haciendo gala de sus orígenes como criadora de caballos en la América profunda; totalmente fascinada por el encuentro casual con una supuesta celebridad.




Foto: Marijo Grass



La señora Robinson-Dunn le regala una sonrisa forzada; igual que si la hubiera descubierto una aprendiz de paparazzi en un momento de intimidad. La abuela de Carol, que asoma enjoyada tras ella, adopta una pose venerable y sonríe a la dama misteriosa con una ligera inclinación de cabeza. Es obvio que ignora la identidad del personaje, igual que yo, pero respalda la euforia de su nieta con educación.

Miss Dunn le devuelve el saludo, apura su copa y, a continuación, extrae de su pequeña cartera una tarjeta en la que escribe algo; entonces la deposita en mi mano, mirándome divertida y un tanto libidinosa; cerrando mi puño como si albergara un tesoro y debiera protegerlo el resto de la eternidad.


— Puedes venir a Le Scandal cuando quieras, chico alto y apuesto. Me has servido de inspiración. Y no olvides traer a tus amigos— propone en voz baja, alzándose a mi lado sobre sus tacones de vértigo. Se gira con gracia y hace un gesto al barman, pidiendo que apunte nuestras copas en su cuenta de gastos; me regala una caricia recorriendo el brazo y obsequia otra inclinación de cabeza a mis curiosas acompañantes, saliendo del bar con aires de diosa del séptimo arte; madura, pero diosa al fin y al cabo; como un maniquí engalanado de los que exhiben los escaparates de la 5ª Avenida; esos fantásticos decorados de Berdgorf Goodman en los que trabajaba Gaby cuando la conocí.





Foto: Marijo Grass



— ¡No puedo creer que fuera ella: Bonnie Dunn!— exclama Carol, manteniendo su entusiasmo. Yo me limito a sonreír levantando los hombros. Aprovecho para guardar en el bolsillo la tarjeta que me ha dado la célebre desconocida con cierta discreción. No me apetece compartirlo con Carol.

— Bueno, creo que ya hemos hecho esperar bastante a tu amigo. ¿Qué tal si subimos al Astor Court a cenar?— propone la abuela al fin.



El Astor Court es uno de los exquisitos restaurantes del St. Regis, decorado a base de espejos, lámparas de araña y comodísimos sillones tapizados en terciopelo color berenjena. Se define como lugar confortable y refinado, en el que hay que hacer acto de presencia con un look casual-elegante que, por supuesto, no llevo en este momento. Cada vez me parezco más a Godfrey-William Powell: el vagabundo del film de Gregory La Cava. Al echar un vistazo a la carta, observo que, a pesar de tanta sofisticación, no falta una ensalada Caesar y una hamburguesa de 70 dólares, con guarnición, supongo. Me decido por un entrante de gambas caramelizadas al estilo Thai; quizás porque la expresión de mi querida Lynn, despidiéndose a la puerta del MET, aparece en mi memoria con cierta añoranza; o porque la imagino cocinando una exquisitez como esta; compartiéndola conmigo mientras me ilustra con historias y costumbres de su cultura asiática.





Foto: Marijo Grass



Carol pide un tartare de atún y su abuela unos raviolis con ricotta y no sé qué más, aunque el nombre con el que aparecen en la carta resulta mucho más sugerente y literario.


— Bueno, queridos, bon appétit!— exclama la abuela mientras se pone unas gafas, que cuelgan de su cuello con una cadena dorada, para observar la colección de cubiertos, distribuidos alrededor del plato, y escoger el tenedor adecuado—. ¿No se dice así en tu tierra?

— Abuela, Marco es de España. Eso es francés.

— Seguro que no queda lejos. Él me entiende. ¿Verdad que sí, Marco?—. Y yo sonrío de nuevo complaciente—. No se preocupe, Julia. Nosotros decimos: ¡que aproveche!

— Uy, creo que debería aprender francés— afirma contundente—. Ahora, querida, deberías explicarnos a qué ha venido el alboroto con la señora del bar. ¿Acaso es actriz de televisión? Es que yo no veo mucho la televisión. Prefiero pintar y ocuparme del jardín.

— No me había dicho que pintara— expongo, intentando ganarme la cena con una conversación sobre arte.

— Solo soy una aficionada. Empecé a coger el gusto a los pinceles después de jubilarme pero, lo hago como una niña; es algo muy naif. Hasta me da vergüenza hablar de estas cosas delante de un profesional…

— En realidad, solo soy dibu…—. No puedo terminar la frase porque Carol interrumpe otra vez.

— Marco es un gran artista. ¡Su obra se cotiza muy bien en Europa! Seguro que podría hacerte ese retrato por el que llevas suspirando una década—. Si la escuchara en este momento Vicente, o alguno de mis colegas, se descojonarían en sus narices, o en la mía, supongo.



Aprovechando la presencia del camarero, que rellena nuestras copas, mientras la dama de Rapid City intercambia unas frases con él sobre la calidad del vino, intento acercarme a Carol para desmentir mi supuesto éxito, pero ella me increpa en voz baja con autoridad: “Tú déjame hablar”.

Una vez se ha marchado el camarero continúa:


— Abuela, ¿qué te parece si pedimos que nos sirvan el postre en tu suite? Marco podría hacer unos bocetos y, si te gustan, le encargas ese retrato para que presida el salón de tu casa en la cena de Navidad.

— ¡Una idea excelente! Un óleo a tamaño natural sería lo apropiado— exclama la mujer, señalándome con el tenedor que sostiene un ravioli; que devora con placer al finalizar la frase.



Estoy a punto de rechazar la oferta, alegando que no he pintado un cuadro al óleo desde que salí de la Facultad, pero el taconazo que me regala Carol bajo la mesa, impidiendo que abra la boca, me hace renunciar a la aclaración sobre mi supuesta cotización en el mercado del arte actual.


— No te preocupes que la abuela es MUY generosa; hace mucho que decidió guardar 2.500 dólares para invertir en su retrato— aclara con aire de triunfo y mirada de gata en celo.



Al escuchar la cifra casi me atraganto. Mi rostro se enciende por el shock, pero reacciono a tiempo, cogiendo la copa y achacando mi turbación al picante de las gambas. ¡JODERRR! No puedo creer que me estén ofreciendo 2.500 dólares por un retrato. ¡Vivan las viejas millonarias de Rapid City! Intento calcular cuántas viñetas debería dibujar para ganar lo mismo y acepto de inmediato, a pesar de estar convencido que tendré que hacer algo más a cambio. Me siento un puto dibujante en venta, con todas las letras y en el sentido más literal de la expresión pero, por esa cantidad, le enseño a hacer una paella, a bailar sevillanas; incluso le regalo una escultura para su dormitorio y me pongo corbata.





Foto: Marijo Grass



Mientras me recupero de la impresión— ¡Joderr, 2.500 dólares!—, Carol empieza a contar chismes sobre la misteriosa Sra. Dunn. Dice que, en el último número de Vogue, se referían a ella como “La madrina del Burlesque”. Carol escuchó su nombre por primera vez en un programa de Oprah Winfrey, cuando una mujer preguntó a un autor invitado— al presentar un libro autobiográfico sobre la relación que tuvo con su progenitora—, si el romance que había protagonizado con Bunnie Dunn tenía algo de conflicto edípico, ya que la Dunn era digna sucesora de su madre, una tal Gypsy Rose Lee: una de las pioneras en el arte del burlesque en los años 30 y 40 americanos; una artista que atesoraba anécdotas como la perla que soltó a un policía, en una de las redadas habituales en el Minsky´s:

“Yo no estaba desnuda. Me cubría completamente un foco azul”





Gypsy Rose Lee


El libro se titulaba My G-String Mother; y el autor, es decir, el tipo que mantuvo alguna clase de relación con la mujer que me ha invitado a beber Blody Mary hace un rato, era nada menos que Erik Lee Preminger, fruto de un breve affaire que tuvo su madre, la célebre Gypsy Rose Lee, con el prestigioso director de cine Otto Preminger, mientras estaba casada con otro. Por lo visto, esta señora, además de ser una estrella del burlesque, cantante y bailarina, trabajó en 12 películas y escribió dos novelas de misterio y su autobiografía: Gypsy, de la que se hizo una película interpretada por Natalie Wood. También se adaptó a la pantalla su libro The G-String Murders, bajo el título “Lady of burlesque”, con Barbara Stanwyck como Dixie Daisy en el papel protagonista.








Recuerdo que, de adolescente, coleccionaba ilustraciones de Betty Page y, la única celebridad que me suena en ese tipo de espectáculo es Dita Von Teese; si exceptuamos a algunas actrices del cine clásico como Jane Mansfield o Mae West.


Al terminar el festín, después de varios platos y una botella de vino francés, hemos subido a la suite que ocupa la abuela. Al cabo de un minuto se ha presentado el mayordomo, sí, el mayordomo, acompañado del servicio de habitaciones, portando un carrito atiborrado de postres. La abuela me ha sugerido que le pida al tipo lo que necesite para los bocetos, y el hombre ha tomado nota con esmero, prometiendo regresar lo antes posible. Menos mal que las delicias de chocolate, que me acabo de zampar, han mitigado los efectos del alcohol en mi organismo, o me sería imposible hacer algo con un lápiz y papel.


Después de retocarse el maquillaje por enésima vez, la abuela ha tomado asiento en un cómodo sillón que la mantiene erguida; luciendo todas sus joyas; dispuesta a posar para mí como “La Dama veneciana”: un retrato de Isabel de Portugal, atribuido a Tiziano, que acaban de tasar en 70 millones de euros, según informaba la prensa el otro día. Yo me conformo con 2.500 dólares por pintar a Julia de Rapid City, así que me pongo manos a la obra.





La Dama veneciana. Tiziano


Carol observa tras de mí todo el proceso, lo que me incomoda bastante pero, no puedo pedir que aleje su cabeza de mi hombro: gracias a ella voy a ganar una pasta, así que, mejor si no le llevo la contraria y aguanto su aliento en mi cogote.
Al cabo de un rato, la abuela empieza a perder la postura por el cansancio. Decido hacer un par de fotos con el móvil para tenerlas de referencia y le muestro el resultado.


— ¡Qué bocetos tan bonitos! Si parezco más joven, y más moderna, no sé. Me gusta mucho, cariño. ¡Estás contratado!— exclama, levantándose de la silla con intención de retirarse; regalándome una palmadita en el hombro para sellar nuestro acuerdo—. Me voy a descansar. Podéis quedaros un rato charlando, si queréis; yo caeré redonda en la cama en menos que canta un gallo.


Acordamos que pasaré a verla de nuevo con el lienzo, antes de que regrese a Rapid City , para retocar el dibujo y empezar a pintarlo.

En cuanto desaparece por la puerta ocurre lo inevitable: Carol se abalanza sobre mí como una tigresa, poniéndose a horcajadas sobre mis piernas, y después de acercar sus ojos a los míos, pero sin rozarme, exclama:


— Supongo que merezco algo yo también.

Soy consciente de la gilipollez que voy a soltar, pero lo hago:

— ¿A qué te refieres?

— Me gustaría que me hicieras un dibujo.

— ¿Ahora?

— En cuanto me cambie de ropa.

— La verdad es que estoy un poco cansado…

— ¿Cómo?

— Eh, nada, estupendo. ¡Vamos allá!


Desaparece unos minutos tras la puerta del baño; yo respiro con intensidad unas cuantas veces y empiezo a pensar en el polvo de 2.500 dólares que me espera al cabo de un rato. La verdad es que Carol es simpática y está bastante buena, pero no me siento demasiado atraído por ella, hasta que entra de nuevo en escena convertida en Carol Danvers, más conocida como: Ms. Marvel; y cambio de opinión en cuanto la veo lucir el mismo body negro atravesado por un rayo, con los hombros al descubierto, guantes hasta el antebrazo y unas botas espectaculares que cubren la mitad de sus muslos, incluido el foulard rojo que lleva anudado a la cintura. Siempre he pensado que su disfraz es uno de los mejores del Universo Marvel. Además, todas mis heroínas de cómic favoritas: Enma Frost, Elektra o Hulka, están buenas pero, el culo de Ms. Marvel, sin duda, es el mejor.




Ms. Marvel. Stan lee. Marvel Cómics 1968


— ¡Carol! Estás IM-PRE-SIO-NAN-TE! — exclamo con las pupilas dilatadas.


Y ella se gira con tremenda coquetería, después de contemplarse en un gran espejo. Me pregunto si me va a sorprender con su fuerza, velocidad, disparo de energía fotónica o resistencia superhumana. Me temo que, el que no va a resistir la tentación, soy yo.


Ms. Marvel es un personaje creado por Stan Lee, Roy Thomas y Gene Colan; apareció por primera vez en 1968, empezando su carrera en las Fuerzas Aéreas de los EEUU, hasta llegar a ser la Jefa de seguridad de Cabo Cañaveral, donde se relacionó con el Capitán Marvel y acabó expuesta a la explosión de un arma kree que le proporcionó sus poderes. Más tarde apareció en Los Vengadores y X-Men; con estos se convirtió en binaria, con una fuerza mucho mayor y la capacidad para volar por encima de la velocidad de la luz. Siempre me gustó este personaje y, ahora mismo, lo tengo de carne y hueso posando para mí.





Ms. Marvel. Marvel Cómics Group


Entre dibujos, risas y una nueva botella de vino, estamos empezando a caldear el ambiente. Yo no doy pie con bola; me da la sensación de que hago garabatos porque empiezo a notar los efectos del alcohol en las manos. Carol decide inspirarse en el espectáculo de burlesque, que vio con Bonnie Dunn de protagonista, y empieza a bailar desnudándose. Hace rato que he decidido dejarme llevar por la cheerleader de Rapid City. Ella se acerca moviendo la cintura como si ejecutara la danza del vientre; sacando sus guantes larguísimos con delicadeza, lentamente. A continuación, se deshace del foulard que anudaba su cintura y rodea mi cuello con él, acercando mis labios hasta sentir su aliento. No soy de piedra; me está poniendo a cien y no creo que pueda evitar el próximo paso pero, en este preciso momento, llaman a la puerta, interrumpiendo la escena como en un vodevil de otra época. La abuela Julia está indispuesta y acaba de solicitar al mayordomo un médico de guardia. La verdad es que no hemos hecho nada, pero nuestro aspecto revela lo contrario; nos deja a ambos con expresión culpable; igual que si nos hubieran pillado retozando mientras la pobre mujer agoniza al otro lado de la puerta.


Es de día cuando abandono el hotel, tras dejar a Julia con su nieta en mejor estado. En el fondo me alegra el incidente. Ahora que estoy más sobrio creo que no debía enrollarme con Carol.





Foto: Marijo Grass


Tengo el tiempo justo para regresar a casa, pegarme una ducha y salir de nuevo pedaleando hacia Times Square, directo al trabajo. En todo el trayecto no ceso de escuchar en mi cabeza aquél viejo tema de Coz que le gustaba a mi madre: Las chicas son guerreras. Lo que no imaginaba entonces era cuánto, ni cuántas veces, tendría que lidiar con ellas.



CONTINUARÁ