11 de febrero de 2010

CITAS HORRIBLES II. LA EDAD DEL PAVO. Primera Parte

“ Un flirteo es un romance a ritmo acelerado. Un romance es un flirteo a ritmo lento”

Billy Wilder





Foto: Marijo Grass


Si hay un periodo en la vida al que no me gustaría regresar— aunque la tecnología me lo permitiera con una máquina capaz de proporcionarme ese capricho—, es a la EDAD DEL PAVO. El otro día me enteré por una amiga— cuyas hijas la están sufriendo—, que se llama así porque en esa época cualquier estupidez te produce turbación o vergüenza, y el tono sonrojado que aparece en tu cara al instante se asemeja al moco de pavo.


Desde mi punto de vista esa “edad” empieza un día cualquiera en el que te levantas por la mañana, introduces tus Barbies, Nancys o bebés de FAMOSA en una caja y la aparcas en el trastero. Las paredes de tu habitación empiezan a llenarse de pósters de chicos “monos” de serie televisiva o del último HIT musical del momento, y pasas horas y horas hablando por teléfono, mirándote en el espejo o contemplando las musarañas, que se empiezan a llenar de fantasías cuyos protagonistas han dejado de ser los príncipes de Disney para adquirir el aspecto de alguien que conoces de carne y hueso: desde tu compañero de clase hasta el chico guapo de la serie, que no lo conoces directamente pero merienda contigo cada tarde alojado en la pantalla del salón. Vamos, que sueñas con el amor antes de vivirlo; le preguntas a tu hermana mayor si es normal que te gusten varios chicos, y si consigues que alguno responda a tus señales el 99,99% de las veces será algo efímero; ni siquiera deberías considerarlo ROMANCE porque, como dice Billy Wilder, no pasa de ser un flirteo.





Foto: Marijo Grass


En fin, que es la fase de tu vida donde necesitas mayor comprensión y apoyo, especialmente si eres chica porque los cambios físicos y emocionales que se producen entonces te proporcionan una sobredosis de sufrimiento: tu cuerpo crece de forma desproporcionada, se acumula grasa en los muslos, te salen granos, tu sudor apesta, te crecen los pechos y el vello, tu humor parece una montaña rusa, te preocupa en exceso caer bien, tus amigas empiezan a competir contigo, no te soportas cuando te miras al espejo, tu madre se convierte en enemiga y, para rematarlo, aparece la menstruación: la primera vez sin previo aviso y, siempre te encuentra vestida de un color claro.




Foto: Marijo Grass



Los chicos, por su parte, se ponen cachas, su voz adquiere un timbre grave y caballeresco, les crece el MIEMBRO por excelencia y empiezan a disfrutar del sexo masturbándose todo el tiempo. Reconozco que coincidimos en lo de los granos, el sudor y los pelos pero no hay comparación posible: para nosotras la balanza se inclina hacia lo desgraciadas que nos sentimos y el más profundo desconcierto.





Foto: Marijo Grass


En aquella ocasión hubiera pagado por tener un programa para borrar a FRAN de mi memoria, como el que nos enseña Michel Gondry en su brillante y emotiva película “ Olvídate de mí”.








Lo conocí a los 9 años en mi clase de danza: 4 primaveras antes de nuestro fatal desencuentro. Era la primera vez que un chico irrumpía en nuestro universo de relevé, plié y pas de bourrée, y en aquél momento no le presté mucha atención: ya tenía al resto de la clase cacareando a su alrededor.





Foto: Marijo Grass


Yo no fui una niña precoz en los asuntos amatorios. Existían demasiadas cosas apasionantes por descubrir que acaparaban mi atención como: la pintura, la música o la literatura, además de la gimnasia rítmica o la natación. Mi madre me enseñó a leer partituras casi antes que el abecedario español, y conseguí presentarme al primer examen de piano en el Conservatorio de Música días después de hacer la primera comunión. Como vivía en un pueblo, estaba obligada a desplazarme un par de veces por semana a la ciudad, a asistir a esas clases de música y danza, donde empecé a relacionarme con gente que nada tenía que ver en mi vida diaria y que, a lo largo de los años, fue conformando una especie de universo paralelo que me permitió explorar otras culturas y vivir experiencias muy alejadas de mi rutina escolar. Allí aterrizaban músicos de todo el mundo a estudiar con algún maestro célebre y en las aulas se mezclaba gente de cualquier edad.


FRAN solo tenía un par de años más que yo y, por aquél entonces, sólo me cruzaba con él dos horas a la semana. Su aparición ya resultaba excepcional porque en todo el conservatorio el número de chicos que bailaba, sumando todas las disciplinas, no superaba la media docena. Si hubiera estado ubicado en mi pueblo estoy convencida que las viejas antediluvianas le habrían regalado el sambenito de “maricón”.





Foto: Marijo Grass


Hubo una anécdota en mi vida, unos años atrás, que me dejó huella y, seguramente, tuvo mucho que ver en mi comportamiento durante la pubertad.


Era una tarde de primavera, lo recuerdo porque llevaba un vestido ligero de cintura alta, con mangas de farol y un lazo anudado a la espalda, heredado ese mismo día. Este es un asunto que siempre me incomodó: la mayor parte de mi ropa había pertenecido a mi hermana. En aquella época y viviendo en un pueblo las tiendas ofrecían poco género de interés. Mi madre era clienta de Manolita: una amiga suya costurera, que viajaba a París un par de veces al año a comprar revistas de patrones y a averiguar cuales eran las últimas tendencias; después las fusilaba en su taller confeccionando ropa para todas las edades mucho más bonita que la que encontrabas en las tiendas. La democratización de la moda con la aparición del imperio Inditex, encabezado por ZARA, tardaría una eternidad en llegar, no solo a la ciudad, en los pueblos se retrasó mucho más.


La cuestión es que, por Pascua y Navidad, Manolita nos cosía un modelito, uno de ellos para estrenar el Domingo de Ramos porque, como decía mi abuela: “ El Domingo de Ramos quien no estrena no tiene manos”. Otra de las costumbres de entonces era vestir igual a las niñas, algo que yo he odiado siempre, lo que significaba que durante dos o tres años mis vestidos de Domingo serían los mismos. Cuando el mío me quedara pequeño empezaría a utilizar el de mi hermana, y eso me producía un notable fastidio.


La anécdota que cambió mi forma de relacionarme en la EDAD DEL PAVO tuvo como protagonista a la mujer de nuestro médico, que vivía unas manzanas más abajo y a quien encontramos mi madre y yo aquella tarde en el taller de Manolita. El momento culminante se produjo cuando esta bruja perversa, después del saludo hipócrita de rigor, y de observar cómo me cogían el dobladillo para arreglarme una vieja falda entablillada, me agarró el moflete y, al tiempo que lo retorcía sin dejar de esbozar esa sonrisa siniestra de mala pécora que la identificaba, exclamó:


Ay, Julia, ¡qué pena! Con lo guapos y hermosos que te han salido todos y esta, pobre, ¡qué feíta que es!



Foto: Marijo Grass



¿A que no dais crédito? ¿Verdad que era una bruja? Jamás le dirigí la palabra. La premié con mi desprecio, a pesar de que mi madre insistió en que no fuera maleducada, que era una persona respetable y no debía ignorarla negándole el saludo si me la cruzaba. ¿Maleducada yo? Pues, ¡estamos buenos! Afortunadamente la vida se encargó de darle su merecido porque, una de sus hijas se casó de penalti a los 15 y la otra se hizo puta o algo así. Y, siendo una dama honorable de pueblo, en la época en que la España profunda brillaba por sus prejuicios, semejante humillación debió resultarle un infierno.





Foto: Marijo Grass


Lo cierto es que la creí a ella, y no a mi madre asegurando que yo era linda como el sol, y recordé sus palabras cuando el pavo comenzó a hacer estragos en mi biografía y los chicos cobraron interés de repente. Empecé a pensar que si la naturaleza no me había premiado con una belleza de anuncio tendría que desarrollar otros encantos para abrirme camino en la vida. La cantaleta de mi mamá, muy adelantada a su tiempo, resonaba en cualquier rincón:


“ Estudia y encuentra algo que te permita disfrutar y no depender de nadie más que de ti misma, y si algún día quieres estar con alguien que sea porque quieres, no porque lo necesitas”.


Y yo, contando con el respaldo de mi familia, estudié hasta encontrar aquello que me permitiera marcharme de allí enseguida, para librarme de ese entorno liderado por arpías decimonónicas que no cesaban de criticar a los jóvenes; porque mi curiosidad infinita requería conocer otras realidades mucho más excitantes que las que me ofrecía un entorno tan caduco como aquél.





Foto: Marijo Grass


Me convertí en una niña ocurrente, divertida y, sobre todo, buena amiga. Mis sueños para gustar a algún chico en aquél momento eran solo sueños, pero yo era feliz con mis lecturas, mis cuadernos de dibujo y mis fantasías.





Foto: Marijo Grass



CONTINUARÁ