24 de diciembre de 2011

EXTRAÑOS EN UN TREN

Foto: Marijo Grass



Es 24 de diciembre, temprano. Ha llovido hasta bien entrada la madrugada. Ahora luce un sol rutilante. A la entrada de la estación hay un continuo trasiego de gente. Paula lleva consigo dos pequeñas maletas: una con su ropa, otra con regalos. Su madre sugirió que no gastara dinero: “ El billete es muy caro”, decía en su mensaje, mientras se escuchaba de fondo el chisporroteo de las croquetas. Esta noche disfrutarán de una cena sencilla, beberán el licor que destila su abuela y cantarán alrededor del árbol.

Paula no imagina una fiesta tan señalada sin regalos. Cuando era niña sus padres tenían un pequeño negocio y ahorraban todo el año para que esos días fueran mágicos. Ahora la situación ha cambiado, se han hecho mayores y han perdido su legado. Desde hace un tiempo solo escriben deseos y los queman en fin de año; después tienen doce meses para olvidarlos, y soñar otros, y olvidarlos.




Foto: Marijo Grass


Paula está convencida que, a pesar de la austeridad que se ha instalado en sus vidas, su madre guarda un detalle desde las rebajas de verano: adornos para el pelo o bragas de algodón blanco, por eso ha invertido los últimos días en hacer algo especial para cada miembro de su familia; en realidad, nada extraordinario, manufacturado con mucho amor y material reciclado.



Foto: Marijo Grass


Una voz inexpresiva anuncia la próxima salida de su tren. Paula avanza apresurada entre grupos de viajeros alegres o crispados, embutidos en confortables piezas de abrigo, cargados de bultos que abarrotan el andén y dificultan el paso. A sus 26 años recién cumplidos, observando la multitud que la rodea, imagina que sufre una regresión, como el arte en época de crisis, la supremacía del chorizo entre políticos o los clásicos futbolísticos que distraen la incertidumbre a los que han perdido la esperanza de un mundo mejor. Se pregunta si le gusta ser quien es o preferiría otra versión, más acorde con los que circulan a su alrededor: estudiantes que regresan al nido, armados con un teléfono adherido a su piel siempre encendido; pagados de sí mismos, protagonistas de su universo virtual, complacidos por los obsequios que obtendrán a cambio de una muestra de cariño a los que sufragan su independencia, aunque a estos les cueste una vida de constante sacrificio.


—Joder, mamá, ya te lo he dicho. Quiero un Ipad. Lo necesito, para la Uni… Vale, pero ahora es imprescindible…Y no se te ocurra comprarme un pijama, ni colonia…¿Qué no podemos? Claro que podemos....Tú puedes, mami. Eres la mejor. Siempre lo resuelves todo. Además, en la Fnac lo consigues a plazos… Pues, en El Corte Inglés. ¿No has visto el anuncio?... El de Tony Leblanc… Pregunta a la abuela que ella fijo que lo ha visto… El Corte Inglés regala Navidad… Bueno, que voy a subir al tren. Nos vemos para cenar… Sí, me vale con wifi… OK, mamá…Yo también te quiero.

El joven finaliza su llamada alborozado. A continuación se hace un autorretrato y lo cuelga en su Facebook.




Foto: Marijo Grass


Paula aparece en segundo plano en esa imagen que circula por la red. Contempla el salvapantallas de su aparato: una reproducción del mural que han hecho sus alumnos; “Deseos de Navidad”, destaca en la parte superior con grandes letras de cartulina dorada. La mayoría ha dibujado utensilios que hay que enchufar. Cada vez son menos los que anhelan muñecas, balones, cajas de colores o libros ilustrados. Ella siempre lleva rotuladores a mano; le gusta tomar apuntes del natural para su galería de retratos. Piensa si eliminarán su asignatura de plástica en la formación primaria y se quedará sin trabajo. La directora del colegio ha anunciado más recortes y nueva merma en su salario.




Ilustración: Alexandra González


Una mujer atractiva, de mirada felina, ataviada con traje sastre color cereza y tacones muy altos, se abre paso entre la multitud en dirección a los vagones de clase preferente. Vocea órdenes a través de un sofisticado auricular que oculta su melena impecable. A Paula le da la impresión que capitanea un equipo ganador, capaz de hacer que el mundo gire a su antojo, como si hubiera robado el poder y la corona al mismísimo rey León.




Foto: Marijo Grass



—¿Qué te has pedido este año?

—Unas tetas nuevas y un MacBook Pro—Escucha a un par de adolescentes con exceso de maquillaje que se hacen sitio a empujones, ignorando la fila que han formado las personas mayores para subir al tren guardando un cierto orden.


Dos gemelos de unos seis años, con idéntica sudadera de superhéroe, se enzarzan en una disputa por una Nintendo 3DS. La madre les regala una colleja con tan mala pata que la consola se estrella en la vía, al tiempo que uno de ellos, al intentar capturarla al vuelo, empuja una señora gruesa y la tira al suelo. Paula se apresura a brindarle ayuda y con cierta dificultad consigue levantarla. Está bien, solo ha sido el susto y seguramente un hematoma en el trasero que adquirirá en breve aspecto violáceo. A continuación descubre que han desaparecido sus maletas. Ya no tiene regalos ni ropa que ponerse.


Miguel ha conseguido acceder a su vagón y acomodar el lienzo; descansa entre dos asientos a la vista de los presentes. Lo ha terminado hace un par de horas y no ha tenido tiempo de embalarlo. Todavía está fresco y despide aroma a acrílico. Se trata de un retrato de su madre copiado de una foto antigua. Se la ve joven, embarazada y feliz, poco antes de que muriera su padre en un accidente de tráfico; pero esa es una historia que solo permanece en su subconsciente.




Foto: Marijo Grass


El tren se pone en marcha rumbo al sur del Mediterráneo. Miguel observa el resultado de sus últimas noches de trabajo. Sonríe. Por primera vez en los últimos meses se siente satisfecho. Lleva un año con la sensación de haber perdido el equilibrio, de navegar sin rumbo abriendo puertas que conducen a un abismo, tirándose al vacío como la Alicia de Carroll, pero sin aterrizar en un lugar maravilloso poblado de animales excéntricos que transitan un bosque de palabras, cada uno expresándose en un idioma diferente. A lo mejor su novia tenía razón; quizás solo es capaz de sobrevivir a la intemperie, sin auxilio ajeno, rodeado de residuos emocionales, tan intensos y atrapantes como sus fotos en blanco y negro. “Es un trabajo de texturas”, se justificaba siempre ante el ceño fruncido de su amada, que observaba el trabajo impasible con absoluto menosprecio.


—Pero, ¿tú crees que te ganarás la vida fotografiando basura?

—¿…?


Ella se cansó del blanco y negro, el olor a pintura y la escasez de recursos. Él sobrevive como pintor de brocha gorda y se niega a abandonar sus sueños, no sea que su hada madrina lo castigue como a su padre con una vida muy corta.




Foto: Marijo Grass



Paula encuentra su asiento. En el lado de la ventana hay un chico que viaja con un cuadro. Ninguno de los dos emite palabra alguna. Paula se dedica a observar la pintura con atención. Diez minutos más tarde rompe a llorar. Él le ofrece un paquete de pañuelos manchado de pintura. Ella acepta con un gesto de cabeza. Un rato después lo agradece.


—Lo siento. Ya no quedan.

—Para eso están.

—¿Es tuyo? —señalando el lienzo.

—¿Te ha hecho llorar?

—En parte.

—¿Por qué?

—Me recuerda otros tiempos.

—¿La maternidad?

—Pintar, cuadros de gran formato, exposiciones y todo lo demás, cuando estaba en la facultad.

—¡Ah!

—Pero, de eso hace mucho...

—Yo prefiero una cámara, aunque todavía disfruto con los pinceles. El cuadro es un regalo, para mi madre.

—Yo no tengo regalos. Me han robado la maleta en el andén.

—¡Qué putada!


El tren continúa su marcha atravesando pueblos, bosques y en algunos tramos playas abandonadas al frío del recién estrenado invierno. Algunos se pasean entre vagones estirando las piernas, otros dormitan, leen, conversan, escuchan sus aparatos de música o contemplan la película que les ofrecen.




Foto: Marijo Grass


—¿Te gusta la Navidad? —Miguel se dirige a Paula tras un buen rato de silencio contemplando el paisaje, que ahora ofrece una bella imagen del crepúsculo teñida de fuertes contrastes.

—¿La Navidad? —Se gira Paula un instante para mirarlo a los ojos, dejando sobre sus piernas el cuaderno en el que ha estado dibujando durante buena parte del trayecto.

—Ya sabes: familia, regalos, festines pantagruélicos y gente, mucha gente.

—Pues, no sé, supongo.

—No puedes suponerlo; te gusta o no. Me refiero a que solo es posible pertenecer a un bando; el que cuenta los días para montar el árbol, le apasionan las compras y se emociona con los anuncios, como mi madre que llora con el de la lotería siempre, sobre todo si salen niños, o el calvo…

—¡Ah!

—O estás en el otro grupo: los que se deprimen, se sienten más solos y son conscientes de que ninguno de los deseos con los que empezaron el año anterior han dado su fruto, y se preguntan si volverán a hacerlo.

—¿El qué?

—Volver a pedir deseos.

Paula permanece un rato en silencio, completamente absorta en sus pensamientos. Después sorprende a Miguel reanudando la conversación con un nuevo brillo en sus ojos.

—Me gusta regresar a casa, abrazar a mi familia y compartir con ellos, pero también me siento nostálgica, me emocionan los anuncios sensibleros y deseo que se acabe pronto para regresar a mi mundo.

—Ya.

—¿Y tú qué?

—¿…?

—¿Cuál es tu bando?

—No lo sé. Estaba pensando en ello.


De nuevo una voz inexpresiva anuncia el final del trayecto. Los viajeros empiezan a recoger sus maletas, luciendo un semblante alegre, algunos muestran rasgos de agotamiento.




Foto: Marijo Grass


—¡Quedemos aquí, dentro de un año, en este tren! —exclama de repente Miguel, como si acabara de tener una revelación divina—. Nada de teléfono ni redes sociales ni correo. Si nos encontramos te invito a comer —Paula se encoge de hombros, sonríe y desaparece. Así se despiden dos extraños en un tren.




Foto: Marijo Grass



FELIZ NAVIDAD