29 de septiembre de 2011

SIN ARSÉNICO NI COMPASIÓN

Foto: Marijo Grass



Adán Ordóñez atravesó la puerta de cristal, haciendo sonar la campanilla que anunciaba la presencia de un nuevo cliente en “El Edén”: la peluquería de Las Luisas. Como cada lunes, había decidido aprovechar un hueco al mediodía para renovar su aspecto, con un buen afeitado a navaja, un toque de color en sus canas y un corte de pelo que despejara la nuca, sin eliminar las greñas que ocultaban su calvicie y de las no quería prescindir hasta que desaparecieran en contra de su voluntad. Nunca había visitado ese pueblo, tan alejado de su ruta habitual, pero estaba seguro de añadir unos cuantos ilusos a su lista de clientes, a los que vender artículos de saldo como si fueran de lujo, y de paso, encontrar alguna consumidora que aliviara el tedio de sus largas jornadas al volante trabajando de comercial. Lo que no imaginaba entonces es que iba a disfrutar de su último afeitado, un rasurado perfecto a la vieja usanza, que lo dejaría listo para abonar el jardín o rellenar deliciosas empanadas.




Foto: Marijo Grass



Los lunes, Ana María y María Luisa —las hermanas que regentaban el negocio—, no solían atender, pero como vivían en el piso de arriba, si se presentaba un cliente sin cita previa o una señora con una emergencia de tinte, no dudaban en renunciar a su día libre para seguir alimentando el negocio. Las Luisas no gozaban de mayor diversión que la de entretenerse con películas antiguas, además de cuidar el jardín que diseñó su madre en vida en un terreno de su propiedad, situado en la parte trasera de la peluquería. Los domingos por la tarde disfrutaban de la tertulia en compañía de su círculo de amigas, a quienes obsequiaban con limonada, empanadas de carne y café mientras se actualizaban en materia de chismes. La mayor parte del tiempo la dedicaban a poner de vuelta y media a los hombres: esa clase de animal que provocaba indigestión a una buena colección de las allí presentes; pero esas mujeres de armas tomar, sabían cómo poner remedio a un asunto de semejante calibre.




Foto: Marijo Grass



Según su opinión y la de sus fieles clientas, no había nada más divertido y liberador, si exceptuamos cocinar pasteles como los de la Sra. Lovett, la amiga personal de Sweeney Todd: ese personaje legendario de la época Victoriana, conocido como el barbero diabólico de la calle Fleet, a quien descubrieron en una obra de teatro durante un viaje a Londres, que hicieron juntas para celebrar la defunción de sus respectivos maridos.






Si el domingo se presentaba lluvioso, y no había jardín que cuidar ni amigas que atender, las Luisas tomaban un té con galletas de cardamomo y veían una película. Su favorita era una de Frank Capra que tenía a Gary Grant de protagonista, además de sus bondadosas tías, dedicadas a liquidar hombres que ya no servían, ofreciéndoles un plato de cuchara y un vaso de vino aromatizado con arsénico; enterrándolos después en el sótano como gesto altruista. Ahí encontraron la inspiración para convertirse en emprendedoras, ayudando a limpiar el mundo de especímenes incapaces de reconocer la valía de las mujeres independientes y trabajadoras, por eso eran tan apreciadas entre su círculo de amigas; ellas sabían cómo poner remedio a la indigestión femenina.







Adán Ordóñez regaló una sonrisa de hombre poderoso y notable a María Luisa, cuando ésta salió del almacén al escuchar la campanilla, mientras su hermana preparaba esencias de arbustos en el interior.




Foto: Marijo Grass



—Buenos días. ¿Qué se va a hacer?

—¿Qué incluye el ofertón que anuncian en la puerta?

—Tinte, lavado y corte. Por 8 euros más incluimos manicura.

—Pues eso, y un afeitado a navaja.

—Muy bien, pero sepa usted que el ofertón lo asignamos solo los miércoles. Hoy resulta un poco más caro, pero como es su primera vez se lo arreglaremos. Siempre tenemos un detalle con los nuevos clientes.

—Muy amable.

—¿Desea una revista o algo para leer mientras le aplico el tinte?

—No se preocupe. Prefiero conversar. Esas revistas me desagradan profundamente. Solo aparecen zorras, o aspirantes a zorra, como las que se pasean por los programas de televisión en ropa interior.

—¡Hombre, no exagere usted! ¡No es para tanto! Lo que pasa es que son otros tiempos. Ahora no hay tanta represión como antes, que todo estaba mal visto y la mujer no podía hacer de su capa un sayo.

—¿Qué no exagere? Vergüenza me dan las señoras hoy en día. No te puedes fiar.
Le aseguro que la raza de un hombre como Dios manda y con mundología está en vías de extinción.

—¿Está usted casado?

—Ahora no, pero lo he estado cuatro veces. Por fortuna no tengo familia.

—Y, ¿cómo es que no le apaña ninguna?

—Mire usted, yo quiero ser lo primero en la vida de una mujer. Ni trabajo, ni hijos ni leches en vinagre. Guste o no guste, cuando un hombre viaja mucho, como es mi caso, se puede topar con una buscona. A menos que esté muy engolfada, una mujer te pone más los cuernos emocionales, mentales, digo yo. ¡Vamos, que se monta su fantasía y sanseacabó! Si se lían con un tío es porque les gusta. Nosotros nos olvidamos un minuto después de la eyaculación.

—Así que, según usted, los hombres pueden echar tantas canas al aire como les venga en gana pero las mujeres no, porque eso nos convierte en zorras.

—La mujer está destinada a ser madre. La naturaleza tomó por ellas esa decisión. Por respeto a los hijos que saldrán de su entrepierna, no tienen que usar “eso de ahí abajo” como un bebedero de patos. Y se lo digo yo que respeto mucho a las mujeres.

—Ya lo veo.

—Es que en este mundo no se puede vivir a gusto, con tanta golfa ganando más que los ministros y ese puñado de indígenas acampados, quejándose de lo humano y lo divino.

—Se llaman indignados.

—Perroflautas, drogadictos, indígenas o vagos. Tanto da. A la hoguera los echaba yo si estuviera en mis manos.

—Pues, relájese que está en las mías y yo no trabajo bien con sobresaltos.



Foto: Marijo Grass



Maria Luisa colocó a su altura la silla giratoria y encargó a su hermana que fuera preparando las cremas para el afeitado, avisando complacida que se trataba de un servicio completo. A continuación, humedeció la cara al Sr. Ordóñez con una toalla caliente. Cuando ya tenía dilatados los poros, le aplicó unas esencias herbales con un masaje.


—Estos aceites son una maravilla. Los preparamos con las plantas del jardín. Nuestro padre era boticario; mamá aprendió mucho de él y nos legó ese conocimiento, además del negocio. Tenemos de todo: belladona, cicuta, beleño blanco, estramonio, matapollo, revientavacas o pepinillo del diablo…Incluso acebo, con el que decoramos la casa en Navidad. Tendría que ver lo bonitos que nos quedan los centros de mesa.


Foto: Marijo Grass



Se dispone a enjabonar la barba con una brocha de pelo de tejón, que es muy suave y absorbe bien el agua.


—La crema también la fabricamos nosotras. Aquí todo es natural y de calidad. Ya verá usted lo bien que se queda. Estará en la gloria en menos que canta un gallo. Nada de golfas ni indígenas que enturbien su descanso.

—¿Cómo va? —pregunta Ana Luisa, asomando la cabeza desde la puerta del almacén.

—Muy bien, querida. Lo tendré listo a la segunda pasada. Así me aseguro que el apurado sea perfecto, e irrepetible.



Foto: Marijo Grass



Maria Luisa continúa su trabajo con esmero. Aplica una toalla fría y un tónico calmante.


—Ahora, señor mío, le daré un nuevo masaje hidratante y lo dejaré descansar un rato, para que las hierbas le proporcionen el efecto deseado. Le voy a ajustar estas correas en sus brazos, por si se queda dormido y resbala en la silla. No me gustaría que cayera al suelo y se hiciera daño.

Acto seguido, sale al exterior donde se encuentra su hermana con una azada en la mano.

—¿Crees que deberíamos guardar algo para el relleno de las empanadas? —pregunta Ana Luisa, al tiempo que retira el sudor de su frente con un pañuelo de encaje blanco.

—No me parece buena idea. El señor Ordóñez descansará mejor bajo la digitalis; seguro que acelera el efecto de paro cardíaco. Será mejor que empecemos a remover la tierra y hagamos un agujero bien grande.




Foto: Marijo Grass


Esa misma tarde acabaron dichosas el servicio a su cliente. Lo encontraron un poco hinchado y con los ojos como platos. Probablemente dio su último suspiro contemplando un cuadro que había sobre el espejo de la peluquería, en el que rezaba una cita:


“Y dijo el Señor Dios: ¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida, y comiendo de él viva para siempre”
(Génesis 3:22)


Por la noche, las Luisas decidieron hacer dieta preparando un plato de verduras. Para agradecer a su ángel protector el haber enviado un cliente tan especial, se permitieron probar un trozo de pastel de jengibre y una taza de chocolate caliente.




Foto: Marijo Grass


“Y habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín de Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida”
(Génesis 3:24)