17 de febrero de 2011

LA HUIDA

Por fin ha llegado el gran día. Espero impaciente la llegada de mis compañeros. Estoy convencida que todo saldrá bien: la obra es muy buena, el montaje espectacular, y no hemos dejado un solo cabo suelto pero, ahora mismo, tengo un extraño presentimiento: una nube, de las que amenazan tormenta, se ha instalado en mi corazón y me enturbia el cerebro.


Foto: Marijo Grass


Unas horas más tarde.

No sé qué estoy haciendo aquí. He salido como una exhalación del Teatro y he pedido al chófer que me trajera al aeropuerto. Ni siquiera recuerdo su nombre, ¡y eso que lo contraté yo misma hace una semana! El pobre chico ha tenido que soportar mis lagrimas durante todo el camino; al principio ha intentado darme conversación, incluso ha buscado una música alegre para distraer mi duelo, pero cuando he empezado a escuchar LOVE, de Nat King Cole, el sonido de mi llanto ha aumentado un par de decibelios.






Debo tener un aspecto horrible; la gente anónima que circula por la terminal me mira con lástima, o curiosidad; alguno muestra cierto desprecio. Todavía llevo el traje puesto: un precioso vestido largo de color azul cobalto, rematado con encajes, que contrasta con mi piel blanquísima y realza el pecho. Lo compré en un mercadillo, en Londres, cuando fui a contratar a nuestro coreógrafo, y esta noche ha dado el pego, porque las chicas de mi equipo han creído que era una pieza carísima de algún diseñador famoso; un regalo de ÉL, para que estuviera más guapa que nunca, acompañándolo en nuestro gran día de estreno.



Foto: Marijo Grass


Me siento como una de esas protagonistas de melodrama romántico, que huyen como cenicientas cuando la historia se tuerce, o escuchan las campanadas a media noche y deben abandonar el palacio a toda prisa; su velada mágica ha terminado porque así está escrito en el cuento. Y lo peor es que ahora sé que mi príncipe no me vendrá a buscar mañana, zapato de cristal en mano, para enmendar su error y declarar su amor eterno.



Foto: Marijo Grass


Consulto mi teléfono; entro en twitter, facebook, el correo; nada, nadie me echa de menos. Imagino que continúan en la fiesta, eufóricos, emborrachándose a conciencia porque la función ha sido un éxito. Encuentro los primeros ecos de los internautas, que siempre se adelantan a la prensa oficial colgando sus impresiones al finalizar el evento.




Foto: Marijo Grass


Busco un baño, necesito refrescar mis sentimientos. Tropiezo con un tipo apresurado; me suelta una sarta de improperios porque le robo un par de minutos; mi vestido se ha enganchado en las ruedas de su maleta y a él no se le ocurre más que pegar un tirón, destrozar el encaje y salir corriendo. Observo el desastre y me maldigo por no haber reaccionado a tiempo.


Entro en el baño, el olor a lejía me produce arcadas; sumerjo el rostro en el lavabo, acabando de estropear lo que hace unas horas era un maquillaje perfecto. Abro mi bolso minúsculo; solo encuentro las llaves, el móvil, una barra de labios y una funda de plástico con el DNI y la tarjeta de crédito. ¡Mierda! Cojo una toalla de papel, la humedezco; intento eliminar el rimmel pero solo consigo desdibujarlo más; hoy me he puesto uno resistente al agua, por si me ganaba la emoción y ocurría esto.


Contemplo mi figura en el espejo. Debo haber perdido 10 kilos desde que convenció al gran jefe para que me encargara de producir su proyecto. Ahora me doy cuenta que nunca le pregunté el por qué de su empeño. Yo era feliz en el departamento audiovisual; mi serie documental se había vendido bien y tenía luz verde para una nueva temporada. Nunca había hecho teatro y lo asumí como un reto; su magnetismo y la seguridad que mostraba me sedujo al instante; no tardé ni un mes en enamorarme; entonces pensé que todo era perfecto.



Foto: Marijo Grass


Salgo del baño, encuentro una cafetería cerrada y me siento. Consulto el móvil de nuevo. Un mensaje. Mi corazón empieza a latir con fuerza pero, al comprobar que no es suyo, me hundo en el asiento. Respiro con fuerza. Minutos más tarde lo abro; Marcela: ” ¿Cariño, dónde te has metido? Te estoy buscando por todas partes”. Me quedo ensimismada contemplando el resplandor que desprende mi teléfono. Intento dejar la mente en blanco, pero no puedo.


Observo una pareja arrastrando un carro con varias maletas y sosteniendo en brazos un niño pequeño; todavía lleva el pijama puesto. Imagino a esa madre sacándolo de su cuna con un cuidado infinito para proteger su último sueño. Viajar de madrugada es más barato; de esta forma se le hará más corto el trayecto. Me pregunto qué hubiera ocurrido si llego a tenerlo. Con seguridad no estaría viviendo este preciso momento. Momento…


“ No podemos tener un hijo ahora. Llevamos dos años trabajando en el espectáculo. No es momento de tirarlo todo por la borda. Sabes que no podrías seguir con el proyecto. Ahora la obra es nuestro hijo, debemos acabar de parirlo. Cuando todo termine tendremos tiempo para eso”


Sus palabras suenan como martillos golpeando mis recuerdos. Una azafata de uniforme impecable hace resonar sus taconcitos sobre el brillante suelo. La escoltan dos niñas que portan su documentación colgando del cuello. Una de ellas me mira fijamente y sonríe con ternura. Puede que le recuerde a un personaje lastimado de sus cuentos.



Foto: Marijo Grass


Consulto mi twitter, encuentro a Marcela de nuevo: “ Cuando una persona se siente amenazada ante una situación problemática puede emprender dos tipos de conducta: enfrentarse al peligro o escapar para evitar el daño. Call me, please!”


Lo sabe. A estas alturas todos deben saberlo. Recuerdo nuestra última conversación y empiezo a pensar si han enmudecido por orden del Maestro, para que no alterara la dinámica del trabajo y pudiéramos estrenar la obra sin más contratiempos. ¿Maestro de qué? Del engaño, de la traición, del egoísmo. ¡Maestro!


“Mira, Nerea —esgrimía Marcela, haciendo gala de su vocación frustrada de terapeuta —. Hay dos tipos de personas, según la manera en la que orientan sus motivaciones: las que se mueven para conseguir el éxito y las que concentran su energía para evitar el fracaso. Alejandro pertenece al primer grupo; no permite que la preocupación entorpezca su juego. Se alimenta de los demás, como un vampiro que necesita succionar a los que le rodean para sobrevivir a su ego. Tú, en cambio, dejas que el miedo se convierta en protagonista, por eso el estrés se apodera de tus sueños. Necesitas complacer a los demás y renuncias a tus deseos porque no te sientes merecedora de ellos. ¡Despierta, joder! Tómate un respiro. No vas a disfrutar de la vida hasta que utilices tu talento para complacerte a ti misma. El día que empieces a quererte verás cómo luce el sol de nuevo”.



Foto: Marijo Grass


Sus palabras adquieren una nueva interpretación a medida que invaden mis pensamientos; ¡cómo puedo haber sido tan ingenua… ! Supongo que en unas horas recibiré la notificación del gran jefe; por lo menos el último párrafo que debo añadir a mi currículum ha sido una historia de éxito. Y Alejandro… Alejandro ya tiene entre manos otro proyecto, y una nueva productora en sus brazos dispuesta a dejarse la piel y la autoestima en ello. Lo único que me fastidia es el final folletinesco, por enterarme en los lavabos de señoras, después de escuchar el discurso sobre la caducidad de mis servicios que antecede a sus jadeos. Resulta bastante patético.




Foto: Marijo Grass


Acaban de abrir las tiendas del aeropuerto. Me compro unos tejanos, un par de camisetas y un pequeño neceser con productos cosméticos. Renuevo mi aspecto; el rostro limpio me devuelve la sonrisa. Siento como si hubiera mudado la piel, igual que una serpiente. Abandono mi vestido azul cobalto en el baño. Con un café en la mano me dirijo al quiosco de prensa; me detengo en un expositor de libros de bolsillo y extraigo al azar uno de ellos: Orhan Pamuk, Estambul. Ciudad y recuerdos. Me siento en una cafetería, pido un cruasán y leo.



Foto: Marijo Grass


“ Todo el que siente curiosidad por darle un significado a la vida se ha preguntado al menos una vez por el sentido del lugar y el momento en que ha nacido. ¿Qué significa que yo haya nacido en tal fecha en tal rincón del mundo? ¿Han sido una elección justa esta familia, este país y esta ciudad que se nos han otorgado como si nos hubiera tocado la lotería, que esperan que los amemos y a los que por fin conseguimos amar de todo corazón?”



Hace 35 años nací en Estambul por accidente. Ni siquiera lo refleja mi documentación porque mis padres me inscribieron a su regreso. Se encontraban disfrutando de un último viaje de placer, un mes y medio antes de la fecha probable de parto que había anunciado el médico, pero me adelanté a su pronóstico.

Nunca he viajado a Estambul desde entonces. Quizás ha llegado la hora de regalarme un paseo.


Consulto el panel de salidas y descubro que, en un par de horas, hay un vuelo directo. Me compro un billete, atravieso el control policial y me pierdo. Un agradable cosquilleo invade mi estómago; no siento nada malo, ningún extraño presentimiento. No tengo que dar la cara hasta el martes; apago el teléfono y me concedo unos días de asueto.



Foto: Marijo Grass