31 de marzo de 2011

NO SOY MALO, SOLO SOY GAY

Foto: Marijo Grass


La verdad es que he sentido un gran consuelo al regresar a casa y encontrar a Archi en la puerta, esperándome, sentado sobre su maleta. A pesar de estar viviendo en la otra punta del globo, ha tenido los cojones de subir a un avión para brindarme su apoyo y acompañar mi duelo. Debió verme muy mal cuando le conté lo sucedido por el Skype.


—¡Tío, qué fuerte… ! —exclamo, al tiempo que me abalanzo sobre él para robarle un abrazo—. Te habrá costado una fortuna… —susurro emocionado, sin levantar la cabeza de su hombro; recibiendo con su simple contacto el cariño que tanto he añorado en las últimas horas para evitar volverme loco.

—No digas chorradas, Mario. ¡Para eso estamos, joder! No te preocupes ahora por la pasta —. Y, ha continuado abrazándome en mitad de la calle, exactamente como necesitaba; y yo, por fin, he arrancado a llorar.


Minutos después hemos subido a mi apartamento. Ni siquiera ha querido echarse un rato para mitigar el jet lag. Después de una ducha y un café bien cargado me ha propuesto dar una vuelta cerca del mar. Hemos permanecido callados durante todo el trayecto, recuperando nuestro silencio: el que practicábamos de niños cuando se agolpaban las ideas y necesitábamos ordenarlas antes de empezar a hablar; entonces éramos capaces de expresar nuestro ánimo sin articular palabra. Me conforta comprobar que todo sigue igual.



Foto: Marijo Grass


—Y, ¿ahora qué? —declaro en voz alta, mientras Archi continua con la mirada fija en el horizonte, observando bandadas de gaviotas asediar un barco de pesca, que regresa al puerto tras faenar en aguas profundas—. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Sentirme culpable el resto de mi vida? ¿Dejar de ser yo mismo para que ella descanse en paz?

Archi se gira, negando con el gesto, censurando mi drama. A continuación, me quita el sombrero y se lo pone; saca un cigarrillo y lo enciende imitando a Bogart, preparándose para disparar una de esas frases que sientan cátedra.

“¡Si la cabeza dice una cosa y tu vida dice otra, la cabeza siempre pierde!” —exclama, ofreciéndome una brillante interpretación; y aspira con fuerza su cigarrillo, dejando salir una gran bocanada de humo.

Cayo Largo —apunto al instante—. John Huston. 1948—continúo, esbozando una tenue sonrisa al recordar nuestros viejos juegos cinéfilos.




Foto: Marijo Grass


—Ella siempre lo supo, Mario; solo fingía no verlo, y siguió así hasta el final. Su jodida educación católica le impidió asumirlo —afirma convencido, aplastando el cigarrillo bajo la suela de su bota.

—Lo sé… De todas formas no es normal que me regalara semejante despedida. ¿Qué es lo que pretendía? Nunca tuvo una relación decente; se los quitaba de encima con la excusa de que ninguno era como mi padre.

Cojo un guijarro y lo lanzo con fuerza al mar.

—No la juzgues mal. Estar solo endurece. Tu madre generó un cáncer a causa de la frustración y la soledad.

—Nunca quiso saber nada de mí, de mis sentimientos…

Empiezo a caminar por el malecón. Archi me sigue dos pasos atrás.

—No estaba preparada para aceptar el sentido de tu… “singularidad”—alega.

—Creo que solo vivió su vida a medias, y ni siquiera se dio cuenta.


Nos detenemos contemplando el mar. Instantes después nos sentamos en un banco de piedra, frente a la ensenada. Archi me rodea los hombros con su brazo, como si fuéramos una pareja que pasea su amor al salir del trabajo.




Foto: Marijo Grass


—¿Recuerdas aquella fiesta, cuando cumpliste 9 años? —pregunta, al tiempo que me regala una caricia en el pelo.

—Solo recuerdo haber robado unas cervezas. Ese día probamos el alcohol por primera vez. ¡Ah! Y tu declaración de amor a Sofía, a grito pelado, desde lo alto de un árbol.

—¡Qué guapa y qué intrépida, Sofía!

—¡Qué mal me sentó!

—¿La cerveza?

—Tu declaración.

—Pues, tu madre lo dijo ese día. La escuché hablar con tu tía Elisa, mientras me zampaba una bolsa de ganchitos, escondido bajo la mesa.

—¿Qué dijo?

“Creo que nunca veré un hijo de Mario”




Foto: Marijo Grass


Archi y yo crecimos juntos; éramos vecinos y compañeros de colegio; nuestros padres íntimos, antes de que sus respectivos divorcios rompieran ese vínculo. Siempre fuimos inseparables: los mejores amigos. Cuando apareció Sofía en nuestro refugio estival la acogimos como una más del equipo; después de aquél accidente, que malogró nuestros planes, la enviaron de regreso a su hogar antes de lo previsto. No volvimos a verla hasta que se presentó con su madre, seis meses más tarde, en mi fiesta de cumpleaños.




Foto: Marijo Grass


En aquella cala, testigo de múltiples hazañas, nos creíamos dueños de nuestro destino: un rincón mediterráneo, al abrigo de un frondoso bosque de pinos, donde pasábamos el verano, instalados en una antigua casa de pescadores, con portones de madera pintados de colores vivos; el escenario perfecto para nuestros juegos piratas, que estimulaban la sed de aventuras, e incitaron aquella vez a coger la barca hinchable, sin el permiso ni la vigilancia de un adulto.




Foto: Marijo Grass


Ese día de agosto amaneció brillante; el mar a nuestros pies se mecía sereno, perfecto para remar sin peligro; pero en esa zona se levanta la caprichosa tramontana sin previo aviso, y el azote inesperado del viento, sumado a nuestra inexperiencia como marineros, nos gastó una broma pesada: volcamos, perdimos los remos y el control de la barca sin poder evitarlo; lo que me obligó a demostrar mi pericia como nadador, que tanto había estimulado mi padre, para ayudar a mis amigos a llegar al acantilado, ya que fue imposible recuperar la barca. A punto estuvimos de ser arrastrados por la corriente y perecer ahogados.




Foto: Marijo Grass


No sé si fue el miedo, la descarga de adrenalina, o la excitación que nos produjo zozobrar en el imaginario buque pirata: el de los cómics que devorábamos a la hora de la siesta escondidos en la pinada pero, una vez a salvo sobre una roca, magullados y jadeantes, convencidos que aquél podía haber sido nuestro último baño, los tres experimentamos un impulso irrefrenable de abrazar al otro; como si se hubiera despertado un instinto animal que iba más allá de nuestra camaradería, o necesitáramos expresar una atracción desconocida; algo mucho más físico, que no entendíamos ni habíamos sentido antes; solo que ese arrebato no fue recíproco. Aquél día descubrí que deseaba a Archi, él a Sofía y ella a mí. El incidente se desvaneció minutos más tarde, al ser descubiertos por un vecino que acudió a auxiliarnos, y que no dudó recomendar a nuestras madres un buen castigo.



Foto: Marijo Grass


Aquella noche me fui a la cama acalorado, disfrutando de un curioso bienestar, aunque ya no teníamos a Sofía con nosotros, y nos habían prohibido el baño y las escapadas al bosque hasta el final de las vacaciones. Observar la pierna de Archi balancearse en la litera de arriba me complacía; escuchar su respiración tan cerca me proporcionaba seguridad, puede que un cierto alivio; ni siquiera me molestaba el zumbido de los mosquitos, y el canto de los grillos aportaba una banda sonora celestial. Yo no entendía el alcance de todo aquello pero, la turbación que invadía mi cuerpo, el corazón palpitando a la velocidad de la luz, la sensación de que podía volar agarrado al canto de mi sonrisa, confirmaron que me había enamorado de Archi, y que, sin lugar a dudas, era gay. Y, llegar a esa conclusión, me liberó de un extraño peso que hasta ese momento había acarreado en mi vida. De repente, me sentí cómodo, liberado, y feliz.



Foto: Marijo Grass


Creo que Archi intuyó mis preferencias sexuales antes que yo mismo y, al contrario que algunos conocidos, años después, nuestra amistad se fortaleció tras reconocer que el amor que sentíamos el uno por el otro era distinto, pese a la desazón que me invadió al principio, al no ser correspondido. Siempre hicimos de paño de lágrimas si no funcionaban nuestros ligues; él me proporcionó la fortaleza suficiente para enfrentarme a las calumnias, cuando se cruzaron en mi vida personas que navegaban en un mar de prejuicios. Una vez llegó a decirme que, era una lástima que no tuviera un buen par de tetas y el sexo afrutado, de ser así no hubiera dudado en casarse conmigo. Al principio me pareció un agravio, pero luego me dí cuenta que se trataba del halago más bonito que jamás me habían dicho.

Nunca he sido una locaza, amante de las citas rápidas en la sauna o en un cuarto oscuro; solo soy un tío a quien le gusta irse a la cama con otro tío. Eso era lo único que me diferenciaba de Archi.




Foto: Marijo Grass


Cuando salíamos de marcha juntos, siempre se reservaba algo chistoso para provocar la risa entre mis nuevos “amigos”; afirmaba que nuestros gustos eran producto de la educación caduca y machista que habían recibido nuestros padres, cuyo patrón familiar repitieron con sus hijos porque, de niños, nos hacían soñar con profesiones uniformadas y nos regalaban hombrecitos de juguete, como pilotos, policías o bomberos; y, por eso, de mayores, seguíamos deseando tenerlos, pero de carne y hueso.




Foto: Marijo Grass


—Bueno, ¿qué tal tu vida en las Antípodas?—le pregunto, intentando olvidar mi desazón por un instante.

—Las australianas tienen los pies demasiado grandes, como las tías que dibuja Robert Crumb. ¿Te acuerdas? No acabo de acostumbrarme. Diane utiliza el mismo número que yo— relata, soltando una risotada—. ¿Y Tú? ¿Cómo te va con William? ¿Habéis avanzado algo?

—Ya sabes: guapo, arquitecto, educado, inglés… Me dice sorry después de correrse encima.

—¡No jodas!

—¡Me encanta! Ha conseguido que vaya a una clase de spining a primera hora de la mañana; y es muy bueno con nuestros viejos juegos cinéfilos.

—¿Por qué no lo llamas? Podíamos cenar los tres juntos. Todavía no te he dado mi aprobación, y sabes que yo siempre seré “la otra”, jajaja.

—¡Cabrón!—. Y de nuevo nos hemos desafiado peleándonos, hasta fundirnos en un intenso abrazo: maduro, sincero y, sobre todo, amigo.


Hace solo unas horas, pensaba que jamás superaría las últimas palabras de mi madre, antes de cerrar los ojos para siempre:“ ¿Por qué saliste malo? ¿Por qué tuviste que hacerme esto?”, ni la certeza de que tampoco, esta vez, escuchó mi respuesta: “No soy malo, mamá; solo soy gay”



Foto: Marijo Grass


Imaginaba que, por encima del bien y del mal, una madre quiere a sus hijos y desea su felicidad, aunque no comparta sus creencias, sus expectativas o su filosofía. Creo que ahora me siento capaz de asumir que ese fue el último error que cometió en su vida, y lo que debo hacer es honrar su memoria, seguir adelante y vivir la mía.