2 de febrero de 2012

NEW LIFE. Segunda parte


Foto: Marijo Grass


Aquél sábado por la noche, después de una cena opípara y un postre de su invención, mientras tomaban un refresco en la terraza, Amalia comentó que la echaban de su apartamento. El dueño, aquejado por las deudas, había vendido su casa de las afueras y tenía que ocuparlo de nuevo, por eso le sugirió a Tomás instalarse en la nave después del verano, al finalizar su contrato de arrendamiento. Tras una noche de sexo memorable, él aceptó la propuesta como si se tratara de probar un ingrediente nuevo, besando sus pechos, soñando despierto. 24 horas después empezó a pensar si sería conveniente, placentero. Le gustaba su relación, no quería estropearla antes de tiempo; era consciente que la convivencia tenía sus más y sus menos. Ella era demasiado joven y apasionada. Él apreciaba su soledad y se definía como un tipo sencillo, a pesar de la consideración que le profesaban los lectores de su blog culinario y los colegas del barrio con los que jugaba a baloncesto.




Foto: Marijo Grass


Una vez apurada la cerveza, tras actualizar el blog con una entrada sobre salsas, se dispuso a inspeccionar el viejo armario que había mencionado Amalia para guardar sus cosas. Después de todo no le vendría mal hacer limpieza. Todavía conservaba cajas precintadas desde su última mudanza. Las sacó una por una y las apiló al lado de la puerta. Si no había echado en falta su contenido durante un par de años bien podía deshacerse de ellas. Encontró una vieja sombrilla que le dio su madre un día tras regresar de la playa con la cara quemada. También unos patines que le trajeron los Reyes de niño, una pelota de básquet firmada por un jugador de la selección española, que le regalaron sus amigos cuando se lesionó un tobillo, aunque en realidad lo hicieron para animarlo tras su divorcio de Laura. Se entretuvo un rato ojeando una enciclopedia de cocina, de las que vendían a domicilio, que compró su abuela incapaz de quitarse de encima a un vendedor avispado, y que solo había servido para acumular polvo en una estantería durante años; utensilios de cocina, herramientas oxidadas, un reloj de pared y ceniceros de pie, que tiempo atrás decoraban las esquinas del negocio de su tío. Para entonces empezaba a sentirse cansado. Sacó los trastos a la calle y los fue depositando en un contenedor industrial que había a las puertas del concesionario. En la escalera se cruzó con un vecino que le pidió fuego para encender un porro de marihuana: un escultor holandés bastante raro que siempre vestía bermudas y chanclas, con el que había hablado una vez que se marchó de viaje y le pidió que regara sus plantas.



Foto: Marijo Grass


Recorrió la nave observando sus rincones, imaginando a Amalia instalada, luciendo expresión de lunática si se le escapaban los puntos tejiendo una manta de colores, tarareando canciones mientras diseñaba sombreros o pintaba mandalas. La recordó unos meses atrás, frente a sus fogones, cuando él cogió la gripe, preparando una sopa caliente con un simple delantal sobre su cuerpo desnudo y unos tacones. Decía que esa imagen lo curaría antes. De repente se sintió con fuerzas para seguir vaciando el armario. Al fondo apareció una caja de latón que tenía desde los 16 años, en la que había clasificado pequeños objetos que resumían su historia con Laura. Acarició la tapa, despacio, liberando el polvo acumulado, y rememoró sus andanzas.
Encontró un pliego de notas manuscritas, sujetas con un clip, que se pasaban de mano en mano durante las aburridas clases de latín; una caja de diapositivas de un verano que fueron a Mallorca, en las que aparecían felices y relajados; un bote de hierbas secas que recogió durante una excursión al bosque en la que se perdieron, les sorprendió la noche y tuvieron que pernoctar bajo un árbol; un episodio que sacó de quicio a Laura.
Se preguntó si Amalia hubiera reaccionado igual. Seguro que no; Amalia era más aventurera y espontánea. Leyó cartas en las que se profesaban amor eterno; sacó una bola de nieve, de las que se agitan, con un Papá Noel dentro, que compró Laura una Navidad en la que él se encaprichó de un monopatín bastante caro, con una nota que rezaba: “Pídeselo”, y, por último, una cajita de madera pintada de rojo, con una pareja de esqueletos vestidos de novios, que compraron en México en su luna de miel el día de los Muertos. Todo ordenado bajo los efectos del cariño que se profesaban entonces.

Suspiró profundamente, dejó la caja de latón sobre la mesa, se dirigió a la nevera y se sirvió otra cerveza. Después salió a la terraza y se ocupó de sus hierbas aromáticas. Mientras accionaba la manguera, observó un torso de un viejo maniquí que había colocado su vecino en una cañería como si fuera un vigilante. Pensó que sonreía, censurándolo, como si le empujara a tomar una decisión sobre el futuro de su relación con Amalia.




Foto: Marijo Grass


Una hora más tarde leyó un comentario en su blog firmado como anónimo, pero él sabía quién escribía cosas del tipo: “La cocina es como las plantas. Tú le hablas con cariño y el resultado es para quedarte sin dedos, de tanto chuparlos”. Es fácil reconocer las bromas del otro cuando la complicidad es muy alta.

Bajó una vez más al contenedor y depositó la caja de latón con sumo cuidado en su interior. Todavía conservaba el valor de su historia; no podía deshacerse de ella tirándola con brusquedad sin sentirse incómodo. Regresó a casa, se lavó los dientes y se fue a la cama con una extraña sensación, entre asustado y liberado.

Por la mañana, mientras saboreaba un café en la terraza antes de iniciar la jornada, pensó que había hecho lo correcto enterrando lo que quedaba en su vida de Laura, aunque se tratara de simples objetos.



Foto: Marijo Grass


Tal y como habían acordado, Tomás y Amalia empezaron a vivir juntos a principios de septiembre. Un día, ella propuso dar una vuelta por el centro de la ciudad y visitar una exposición en un Museo. Se trataba de una muestra de jóvenes artistas europeos que estaba generando cierta polémica en los medios. A Tomás le gustaba la expresión de su chica cuando algo la sorprendía. Su rostro se transformaba como un cuadro cubista y él no podía contener la risa. Empezaron a recorrer las salas sin entender muy bien el significado de las instalaciones: “Es que es arte moderno”, afirmaba ella perspicaz. Accedieron a un espacio en el que había un montón de bolsas, juguetes rotos y trastos viejos sembrados en el suelo, atados con una cuerda a una sombrilla, como si fueran las pertenencias de un indigente. A Tomás le resultaban familiares algunos objetos que componían la propuesta. “Yo tiré a la basura cosas como estas cuando vacié tu armario”, comentó a Amalia. “Vaya mierda”, escucharon a sus espaldas, en boca de un jubilado de aspecto gruñón que visitaba la muestra. “¿Será posible que paguen a alguien por llenar un Museo de desperdicios?” decía una señora a otra, sin dejar de acariciar sus perlas. “Mola mazo”, exclamó un adolescente mientras su novia se adelantaba para hacer una foto con el teléfono.




Foto: Marijo Grass


Continuaron recorriendo las salas, observando con atención las piezas expuestas, hasta que llegaron a una pequeña estancia presidida por una vitrina situada en el centro. Al acercarse, a Tomás se le aceleró el pulso. Allí estaba su caja de latón, con el contenido intacto, tal y como él la había depositado en el contenedor, con las cartas de amor de su exmujer, la bola de nieve de Papá Noel, los novios esqueleto y todo lo demás. Sobre el pedestal, una etiqueta con el nombre del autor y el título: NEW LIFE. Entonces escuchó eufórica a Amalia: “Esto me encanta”.

Decidió guardar su secreto, no decirle una palabra; las chicas son muy curiosas; no quería hablarle de su pasado con Laura; quizás algún día, si llegaban a viejos como sus padres. Aquello era historia, su historia, no valía la pena desenterrarla, pero antes de abandonar el Museo compró el catálogo de la exposición y se lo llevó a casa.



Foto: Marijo Grass


Por la noche hicieron el amor. Amalia se quedó dormida al poco rato. Tomás estuvo observándola, intentando adivinar si estaría soñando, con el pelo enredado y un rostro deleitoso respirando satisfacción. Imaginó a qué sabían sus besos y se le ocurrió una receta para un pastel de arándanos. Entonces decidió que quería esa nueva vida, con ella a su lado, y que quizás podría hacer algunos cambios.



26 de enero de 2012

NEW LIFE

Foto: Marijo Grass


—Bueno, ¿entonces, qué? —Se levantó de la cama de un salto luciendo su desnudez sin pudor alguno y abrió las persianas dejando que la luz de una mañana de domingo inundara la estancia, mostrando su amplitud y un cierto desorden.

—No sé —murmuró Tomás somnoliento, asomando la cabeza entre las sábanas. Le regaló una amplia sonrisa enmarcando su expresión satisfecha, que no respondía a la pregunta de Amalia sino a la increíble noche de sexo que acababan de compartir.

—Creo que estaría bien, ya sabes, sin compromiso, cada uno en su habitación, bueno, en un extremo del loft. Repartiremos gastos. Viviremos mejor. ¿Qué me dices? —Se lanzó sobre él y se puso a horcajadas, ciñendo su cuerpo con el edredón; empezó a besar su cuello y se incorporó de nuevo —. Deberías dejártelo así, con los rizos sueltos —sugirió, acariciándole el pelo—. Pareces más joven, apetecible, canalla. Me gusta…, me pone a cien —Y empezó a besarlo otra vez.

—Estás como una cabra —Consiguió darse la vuelta y se colocó sobre ella.

—Pero, tendrás que hacer limpieza —precisó entre risas mientras intentaba zafarse del placaje que le practicaba Tom; así lo llamaba ella: Tom, y él a ella Ama cuando disfrutaban de sexo desinhibido y loco hasta el amanecer—. Necesito espacio para guardar mis cosas, Tom. Quizás ese viejo armario que tienes atiborrado de trastos. Con una mano de pintura y un par de baldas quedaría como nuevo —Sonrió traviesa, se deshizo de las sábanas que impedían el contacto de su piel y retomaron los prolegómenos del amor.

—De acuerdo, Ama —le susurró Tomás al oído, y continuó besando sus pechos con auténtica devoción.




Foto: Marijo Grass


Al día siguiente, al finalizar la jornada, subió a casa saltando las escaleras de dos en dos. Mientras sacaba una copa del congelador para servirse una cerveza bien fría pensó que había llegado el momento: empezar de nuevo, querer a alguien que te quiere y cocinar para dos. Con la cerveza en la mano recorrió toda la planta pensando en los cambios que haría Amalia. A las chicas les gusta hacer cambios; pero ella era diferente, divertida, espontánea. No se parecía en nada a Laura. Intentaba imaginar cómo afectarían esos cambios a su rutina; rutina de la que estaba cansado, aburrido, alienado; pero con Amalia era imposible aburrirse, por eso le gustaba la idea y estaba dispuesto a disfrutar una segunda oportunidad, a involucrarse en otra relación, o no. Empezó a dudar. La verdad es que formaban una pareja pintoresca: él tan formal y tan alto, ella tan alegre como diminuta a su lado. Como apuntaba Paco, el carnicero de la esquina con el que jugaba a básquet: “Parece de otra galaxia, tío, pero es muy simpática. Desde que ha aparecido estás más contento; juegas mejor”. Y le propinó una fuerte palmada en la espalda.


Foto: Marijo Grass


Tomás era un excelente cocinero, amante de su apacible vida de barrio, poco ambicioso y a todas luces encantador. Sus amigos creían que desperdiciaba su talento en un trabajo que le permitía sobrevivir pero no le reportaba ninguna satisfacción. Conoció a Amalia el día de su 33 aniversario. “Ya tienes la edad de Cristo”, le había dicho su madre por teléfono cuando llamó a primera hora de la mañana para felicitarlo. “A ver si te buscas una buena chica. Pasar tanto tiempo solo no es sano. Es mejor tener a alguien al lado, que te haga reír y te apoye cuando las cosas se ponen feas”. Él siempre había visto reír a sus padres, que eran como el día y la noche, lo sólido y lo líquido, el frío y el calor; dos contrarios que se atraían y respetaban sus diferencias porque no podían existir el uno sin el otro. Después de jubilarse se habían instalado en un apartamento con vistas al mar al sur del país, dispuestos a disfrutar todo el año de sus paseos al sol; más o menos en la época en que su matrimonio con Laura se fue al carajo. Esa era la respuesta de Tomás cuando le preguntaban por la que había sido su mujer: “Se fue al carajo”, gruñía sin malicia, cabizbajo, poniendo fin a la conversación. En realidad se largó con un empresario codicioso y aspecto de maleante, que conoció en un bar de carretera, una noche de tormenta, regresando del trabajo.


Foto: Marijo Grass


Laura fue su amor del instituto. Se liaron a los 16. Después fueron juntos a la Universidad, aunque a él no le interesaban los negocios sino el cultivo de plantas aromáticas, la cocina creativa, jugar a basket y patinar. Se casaron al terminar la carrera porque tocaba, llevaban muchos años juntos y ese era el deseo de ella, igual que estudiar administración de empresas. Tomás empezó a llevar la contabilidad en el concesionario que regentaba su padre, propiedad de un tío lejano, mientras Laura prolongaba su formación cursando un Master. Al contrario que su progenitor, no le interesaban los coches; ni siquiera tenía carné de conducir; prefería utilizar el transporte público, la bicicleta o su viejo monopatín. Cuando se separó de Laura, alquiló una de las naves que había sobre el concesionario y la convirtió en vivienda. A Tomás le parecía un palacio porque tenía acceso a una terraza y podía patinar en su interior. Años atrás se exponían vehículos nuevos y de ocasión, cuando la venta era un negocio próspero y la gente cambiaba de coche gracias a las generosas hipotecas que concedían los bancos. Ahora las cosas habían cambiado y lo poco que facturaban era de segunda mano. Su tío encontró la manera de sacar algún provecho a un edificio que se caía a pedazos alquilando las naves, además de su sobrino a artistas que estaban de paso, dado que carecía de presupuesto para encargar su rehabilitación.


Foto: Marijo Grass


Amalia apareció en la vida de Tomás buscando una vieja furgoneta de saldo. Cuando la chica se sentó frente a su mesa, a negociar la financiación, se dio cuenta que le temblaban las piernas. Nunca había conocido una mujer que le procurara esa sensación, y eso que no era especialmente guapa, pero le hizo reír como un idiota y, la verdad, era difícil, por no decir imposible, que algo así le ocurriera en el trabajo. Al fin y al cabo, él solo hacía números y rellenaba formularios. El vendedor era su tío, pero esa vez no atendió a la clienta, quizás porque el rostro aniñado de Amalia, que llevaba una pamela negra que le quedaba grande y un bolso con forma de mariposa, además de unas botas de agua amarillas y los labios pintados de rosa, le dejaron sin argumentos.



Foto: Marijo Grass


Una vez cerrado el trato, se sorprendió tomando unas cañas en el bar de la esquina con una joven desconocida de ojos saltones y pelo encrespado. Y, lo pasó en grande; tanto, que se olvidó de los amigos con los que había quedado para celebrar su cumpleaños. Esa noche, mientras regaba las plantas, decidió que quería verla de nuevo. Una semana más tarde la invitó a probar sus experimentos culinarios. Se entretuvo toda la mañana del sábado dando vueltas por el mercado sin saber qué comprar. No tenía idea si le gustaba la carne o el pescado, la pasta o el arroz, la verdura, el picante o la fruta de la pasión. Al final optó por una ensalada de brotes verdes al aroma de trufa, unos raviolis caramelizados con mango, y unas piruletas de pistacho y azafrán sobre un volcán de chocolate helado. Se le ocurrió, sin motivo justificable, que la chica preferiría un menú vegetariano antes que un festín de marisco o un solomillo al horno con manzanas y dátiles. Acertó. A Amalia le fascinó un menú tan sofisticado. Le explicó que ella solía preparar lo contrario: platos de cuchara bajos en grasas o comida de régimen, algo que formaba parte de su trabajo, cuando hacía de ángel de la guarda para un grupo de ancianos que vivían solos: buscaba recetas en el centro de atención primaria, les acompañaba al médico, los sacaba de paseo y cuando hacía mal tiempo leía en voz alta novelas románticas, históricas o de misterio. Ellos, a su vez, disfrutaban de su compañía, la enseñaban a tejer o le contaban sus batallas.

De madrugada, una vez digerido el festín, Tomás y Amalia hicieron el amor por primera vez . Seis meses después seguían disfrutando juntos.



Foto: Marijo Grass



CONTINUARÁ