15 de abril de 2011

PADRE SOLTERO

¡¡¡Vas a tener gemelos!!! —soltó, nada más entrar en la cocina, dejando caer el bolso sobre la encimera, como si se tratara de un fardo con una pesada roca en su interior. A continuación, olfateó la papilla que comía Samuel con expresión insatisfecha, cogió una patata frita del plato de Carlos y, sin mirarme siquiera, desapareció escaleras arriba como una exhalación.



Foto: Marijo Grass


—Pero, ¡Valen…! ¡Valentina, cariño…! —Nada; ni una palabra. Instantes después escuché un portazo y se hizo un silencio que me acojonó, hasta que Samuel tiró el plato al suelo, empezó a berrear, y no tuve más remedio que reaccionar al shock.


Si cuidar un bebé es todo un reto, dos se considera una hazaña. Pero si tienes dos y llegan dos más de forma inesperada, y tu mujer, nueve meses después de parir, le da un siroco y se larga, el asunto deviene en tragedia; y eso es lo que ocurrió.




Foto: Marijo Grass


Lo que me atrajo de Valentina es que estaba muy buena. Me ponía mucho observarla a diario, en el hall del edificio en el que trabajábamos, cambiándose los zapatos. Llegaba puntual, impecablemente vestida, de ejecutiva moderna con un punto muy sexi. Reconozco que, en esa época, yo era un tío…, no sé, bastante salido; dispuesto a cazar a todas las mujeres atractivas que se pusieran a tiro. Siempre imaginaba que al entrar en el ascensor se abalanzaba sobre mí y echábamos un polvo rápido, antes de llegar a la planta 19, que es donde se quedaba ella; pero, claro, eso nunca sucedió; bueno, tal y como soñaba entonces. De todas formas, conseguí abordarla una vez, después de un mes practicando la mirada leonina cuando subíamos juntos, acechando, como buen depredador; esperando el momento idóneo para sorprenderla en un día animoso. Y funcionó.




Foto: Marijo Grass


No es que consiguiera tirármela en el ascensor, pero aceptó desayunar conmigo. Una semana más tarde la invité al teatro. Se trataba de una obra hilarante, que abordaba los problemas de pareja y todos esos tópicos sobre hombres y mujeres en situaciones domésticas; la verdad es que nos partimos la caja; después nos reímos más comentando nuestras impresiones frente a unas copas. Esa misma noche follamos; a partir de entonces fue ella la que se encargó de alimentar nuestra relación.




Foto: Marijo Grass


Valentina parecía una mujer de costumbres predecibles, hasta el día en que me abandonó. Siempre llegaba a su hora y efectuaba la misma operación: dejaba su maletín sobre el mostrador de recepción, se dirigía al sillón de las visitas y extraía de su bolso un par de zapatos de altísimo tacón. Se calzaba despacio, igual que si manejara objetos de gran valor; después acariciaba sus piernas sobre unas medias muy finas, ajustándolas, levantando ligeramente su falda por encima de las rodillas. A continuación, guardaba las bailarinas que traía puestas en una funda de seda, se levantaba ágil, cogía su maletín y se dirigía al ascensor. Creo que ese ritual, de aire fetichista, fue lo que me encandiló. Meses más tarde, su enorme elocuencia, su humor irónico y la facilidad que tenía para resolver 10 cosas al mismo tiempo, me enamoró.

Nunca pensé que fuera capaz de tirar la toalla, de escapar sumida en una profunda depresión; ni de abandonarnos a todos de la noche a la mañana, como si tuviera instalado un alienígena en el cerebro o hubiera extraviado la razón.




Foto: Marijo Grass


Cuando nos conocimos, ella era una prestigiosa relaciones públicas de una multinacional y yo trabajaba en un famoso estudio de arquitectura. Una de las primeras cosas que me confesó, después de salir juntos una temporada, es que quería tener hijos. Reconozco que no había pensado en eso todavía pero, imaginé que era una progresión lógica: un plan de futuro convencional, y no me pareció mala idea. Los tíos somos muy simples y no le damos tantas vueltas a las cosas. Ella expresó sus deseos y yo dije: ¡OK!
Si tienes una edad y decides apostar por una vida en común,formar una familia es algo natural; de no ser así, supongo que habría continuado con mi rutina de hombre soltero, añadiendo muescas al cabecero de mi cama tres veces por semana y pasando el resto del tiempo con mis colegas. Lo que no tenía previsto es que acabáramos con 4 hijos en un plazo de 6 años, y que la llegada de los gemelos le hiciera perder el interés y la capacidad de mantener el control.




Foto: Marijo Grass


Con la noticia de aquél doble e inesperado embarazo, empezó a insinuar que no estaba preparada. Se mostraba ajena a lo que ocurría a su alrededor...

Al nacer el segundo de nuestros hijos, decidió dejar la multinacional; vendimos nuestro piso en la ciudad y nos trasladamos a una casita en el campo, con un viejo pozo de lluvia y un gran ficus grandifora en el exterior. No quería perderse sus primeros años, porque los dos viajábamos mucho y ellos pasaban demasiado tiempo con la canguro. Le propuse hacerlo a medias, poco a poco; quizás, si yo montaba mi propio estudio, podríamos repartirnos el cuidado de los enanos sin que ella se desligara por completo de su trabajo. La idea no le convenció; y yo, una vez más, acepté su decisión. Entonces llegaron los gemelos, y todo se complicó.


Un día la escuché hablando por teléfono con una amiga, afirmando que una casa con 5 hombres no era una proporción equitativa. De repente, me sentí atemorizado, y en aquél momento lo supe; supe que las cosas no acabarían bien. Ella no sentía ningún apego por esos bebés; habían irrumpido en su universo sin planearlo. Me acojoné. Llevaba a los niños a dar una vuelta por la ciudad y observaba a otros hombres paseando con sus familias, en completa armonía. No veía otra cosa: familias, luciendo a sus hijos, orgullosos; mientras yo desfallecía.




Foto: Marijo Grass


Y llegó el fatídico día, el peor de mi vida.

—Nicolás, creo que nos estamos haciendo infelices el uno al otro; no podemos seguir juntos por los niños. Además, yo soy urbanita, necesito el caos de la ciudad. ¡No soporto mi vida!— exclamó convencida. También dijo que no quería hacerme daño.


No hubo posibilidad de réplica. Su decisión estaba tomada.

Después que se marchara me costó bastante establecer una rutina. Me sentía marciano; nadie lo entendía. Valentina renunció a la custodia y aceptó un trabajo en Londres, que más tarde la llevaría a viajar por medio mundo. Lo sé porque de vez en cuando recibíamos una postal. ¡UNA POSTAL! Igual que una adolescente de los 90 explorando el planeta gracias a una beca. Resultaba demasiado raro, inusual. En este país no es frecuente que una madre se largue y un tío asuma la responsabilidad absoluta de sus hijos; ni los jueces lo ven claro...

Acabé visitando una terapeuta con todos los niños. Me recomendó pedir ayuda y me dio ánimos para salir adelante solo. Afirmaba que cualquier situación de duelo tiene cinco fases: el shock, el anhelo, la frustración y el desespero. Si conseguías superarlas llegaba la última: el alivio y el restablecimiento. Pues, ¡esto va para largo!, pensé en aquél momento.




Foto: Marijo Grass


Contraté una canguro y monté mi propio estudio en el garaje, pero empezar de nuevo no resultó fácil ni placentero. Me encontraba continuamente al borde del abismo, atrapado en un profundo agujero, ahogado, sin resuello. Al principio creía que era cuestión de tiempo, que una vez lejos, nos echaría de menos y regresaría corriendo; eso es lo que pronosticaba mi familia y los amigos más cercanos; pero no lo hizo, y yo empecé a sentirme culpable, además de un completo gilipollas sin argumentos válidos para contestar las preguntas que hacían los niños. Los gemelos no se daban cuenta porque no se acordaban de ella, pero con Samuel y Carlos no era lo mismo. Joder, su mamá no estaba muerta, solo desaparecida, y no sabía si volvería. En todos los cuentos aparecían madres, aunque fueran de animales; y ellos no la tenían.




Foto: Marijo Grass


Un año y medio más tarde, las cosas empezaron a normalizarse; no es que funcionaran bien pero conseguimos formar un equipo. Mis padres, que vivían en la otra punta del país, reservaban la mitad de sus vacaciones para quedarse con los niños, así podía tener un respiro y hacer una escapada con mis amigos. El resto del tiempo intentaba aprovechar el horario escolar trabajando en el garaje. Me dedicaba a realizar proyectos pequeños: rehabilitación de pisos antiguos o locales comerciales, nada de obras faraónicas como las que hacía antes. A media tarde recogía la tribu y empezaba mi auténtica vida, la de padre. Recuerdo que cuando tuvimos a Carlos, el mayor, me costó establecer lazos con él; parecía un animalito que echaba babas todo el tiempo; ahora las babas impregnaban toda mi ropa, y no me importaba nada.




Foto: Marijo Grass


Pasamos un nuevo invierno, plagado de visitas al centro médico por culpa de las gripes que se contagiaban entre ellos; y otra primavera, perfecta para jugar a pelota en el jardín, aprender a montar en bici y llenarnos de barro hasta las orejas. Los colegas empezaron a darme la brasa, diciendo que ya era hora de ponerme en circulación y rehacer mi vida; que un tío no puede subsistir haciendo la colada, preparando meriendas y alquilando pelis porno para relajarse de madrugada; que necesitaba salir un poco y pegar un clavo de verdad, para conservar la salud mental. Pero, ¿cómo cojones se pone un tío en circulación con cuatro hijos? Cuando venían mis padres a casa y salía de borrachera, no dejaba de pensar en ellos; llamaba varias veces para controlar si alguno se había partido el craneo durante mi ausencia. Alfonso se descojonaba diciendo:

—Nico, tío, estás hecho una Maruja. Relájate y disfruta, joder; vete a saber cuándo podrás repetirlo.




Foto: Marijo Grass


A trancas y barrancas han pasado casi tres años. Los críos son la ostia; lo pasamos muy bien. Como dice mi madre: "Parecen un poco salvajes pero saben latín".

Valentina apareció de visita hace un par de meses; soltó unas cuantas lágrimas y se quedó un fin de semana. Se sentía extraña entre nosotros pero los cuatro se portaron muy bien y la trataron como si fuera una tía lejana; no sé si fue por la cantidad de regalos que les trajo pero, lo importante es que no desestabilizó demasiado nuestra rutina. A mí tampoco me afectó su presencia como había imaginado; me chocaba pensar que había tenido una relación con ella y que mis hijos eran suyos también. Cuando se marchó me sentí aliviado. Supongo que a eso se refería la terapeuta. Ya no me importaba, ni me dolía su ausencia.




Foto: Marijo Grass


La semana que viene tengo una cita. Bueno, en realidad no sé si es una cita pero por lo menos cenaré con una tía en plan romántico y sin niños. Nos conocimos hace unos meses; ella trabaja para una revista de decoración y en un par de ocasiones ha realizado reportajes de casas antiguas que he rehabilitado. Nos caímos bien y compartimos unos cuantos cafés; hablamos de trabajo, pero ninguno de los dos comentó nada personal. El otro día coincidimos en una gasolinera e intercambiamos los móviles. Después me llamó para invitarme a una exposición y, al escuchar el alboroto que tenía en casa, me preguntó si tenía hijos. En ese momento me quedé sin palabras, porque la tía me gustaba, pero no quería asustarla antes de vernos en un entorno más distendido. Samuel, que me vio alelado, me quitó el teléfono, empezó a hablar con ella y la puso al corriente, además de invitarla a su cumpleaños.




Foto: Marijo Grass


Resultó que era divorciada y tenía tres hijas, y yo tuve que enterarme por el enano. Ayer se presentó en la fiesta con sus niñas. Había mucha gente pero Samuel, que detectó alguna mirada entre nosotros,me preguntó “si me iba a pedir de novia a Lucía”, como si fuera un asunto de Reyes Magos o algo así. Parece que a él "le molaba" una de sus hijas, y quería verla otra vez para ganarle jugando a MarioKar con la Wii. Casi me da un soponcio cuando lo mencionó pero, esta mañana la he llamado y hemos quedado para cenar el sábado. ¡Hasta le he propuesto compartir canguro para que mi hijo vea a “su chica” ! No sé si me gustará o se convertirá en amiga. De todas formas, a todos nos vendrá bien un poco de distracción femenina.




Foto: Marijo Grass

8 de abril de 2011

NECESITO QUE ME QUIERAN

Foto: Marijo Grass


Pero, ¿qué haces aquí? ¿No habías quedado con el borde de tu novio?

—Aurora, no seas desagradable. Debe estar a punto de llegar…

—Son las cuatro y media. En este país se come tarde pero, esto es un plantón de primera. Me has obligado a cancelar mi clase de yoga para que me ocupe de mamá; y tú, mientras tanto, esperando a ese imbécil. Pasa de él YA; y ve a celebrarlo con tus amigas.

—Seguro que se ha retrasado por algo, tiene el teléfono en el vestuario y…

—Y te ha dejado más colgada que un chorizo el día de tu cumpleaños; después de levantarte a las 6 a entrenar a sus clientes, para que él pudiera descansar; y ni siquiera se molesta en enviar un mensaje.

—¿Qué tiene de malo echar una mano?

—Nena, ese tío es un capullo integral; y tú empiezas a parecer su Geisha, o su madre, que es mucho más grave.


Foto: Marijo Grass


Un móvil nos interrumpe. Mi hermana se aleja unos metros a atender su llamada. Sus palabras me dejan un sabor amargo. Desde que se ha independizado me atormenta casi a diario. La verdad es que llevo dos horas esperando pero…, yo quiero a Pablo. Él no es así; lo que pasa es que tiene mucho trabajo, por eso no ha podido llamar. Ella no piensa lo mismo. Dice que voy a acabar sola y deprimida como nuestra madre.




Foto: Marijo Grass


De repente me acuerdo de mi cuarto cumpleaños, cuando mi tío Paco, tras soplar las velas de la tarta, me preguntó:

—Laura, bonita, ¿tú qué quieres ser de mayor?

A esa edad no tienes muy claro el significado de esos puzzles con dibujos que representan oficios clásicos como vendedora, enfermera o maestra, pero yo respondí sin más dilación:

¡Quiero ser mamá!




Foto: Marijo Grass


Aprendí a caminar a los once meses, arrastrando un cochecito de juguete con un bebé que llevaba un body igual que el mío. La llegada de mi hermana, después de que mi padre se fuera de casa, tras mi quinto aniversario, me proporcionó un training completo como cuidadora de bebés. Resultaba más divertido porque la muñeca lloraba, comía y hacía caca de verdad, con olor y todo.




Foto: Marijo Grass


Pero no resultó fácil, especialmente para mamá, que se puso de parto a los ocho meses, en el cine de mi barrio, durante la proyección de La bella durmiente; justo en el momento en que Maléfica, convertida en dragón, pretende evitar que Felipe, que se ha escapado con la ayuda de las tres hadas buenas, llegue al castillo a despertar a su amada. En ese momento los niños gritamos asustados, al contemplar las llamaradas asesinas acompañadas de los acordes terroríficos de Tchaikovsky. La cuestión es que mi madre rompió aguas y también empezó a gritar. Yo me quedé sin ver el beso, el famoso vals y lo de “…comieron perdices”, y mi hermana cargó con el nombre de Aurora hasta el día de hoy.




Foto: Marijo Grass


Y digo “cargó” porque, a pesar de que parece un calco de esa princesa, siempre se ha avergonzado del personaje que inspiró su bautismo; le parecía una mema, sin personalidad ni aspiraciones en la vida que no fueran adorar a un maromo tan insulso como ella. En eso no coincidimos porque yo sueño con un príncipe que me quiera toda la vida, y ella se aburre de sus conquistas en menos tiempo del que tarda en hacerse una depilación. No sé si es cosa de la edad, o si yo nunca he tenido “esa edad”: la que dispara las hormonas y te obliga a cambiar de novio para evitar una indigestión.




Foto: Marijo Grass


Crecer con una madre afligida por el abandono, fomentó mi rol de cuidadora oficial. En aquél momento pensé que mi lugar en el mundo estaba donde pudieran necesitarme; por eso decidí estudiar Fisioterapia, luego Osteopatía, y desde hace un año soy instructora de Pilates. Ahora trabajo en un gimnasio, en el que tengo una colección de clientes que me permiten pagar mis gastos. Yo los quiero como si fueran de mi familia; ayudar a sanar su vida me satisface. La mayoría me cuenta sus problemas mientras les machaco a hacer abdominales, o les enseño ejercicios de reeducación postural; y ellos agradecen que les escuche. Unos meses más tarde también agradecen que les haya machacado a hacer abdominales porque la ropa les sienta mejor y eso les sube la autoestima; entonces siento que la gente me quiere y me sube la autoestima también, aunque lo que me gusta de verdad es trabajar con los bebés.




Foto: Marijo Grass


Dos tardes a la semana presto mis servicios, de forma altruista, en un centro de recuperación funcional que depende de los Servicios Sociales. Mi madre dice que así no llegaré muy lejos, porque rechacé trabajar en una clínica privada, con un sueldo decente y vestuario de marca, donde traen a los niños las canguros; y a las canguros solo les interesa que termine la sesión para devolver los bebés y largarse corriendo a pasear con su novio.




Foto: Marijo Grass


Aurora regresa a mi lado y empieza a importunarme otra vez. Seguro que tiene la regla y está descargando su malestar conmigo.


—¿Se puede saber qué has visto en ese tío? Es egoísta y aburrido. Estoy convencida que ni siquiera tiene buen polvo.

—Supongo que podría ser mejor, pero es culpa mía. No tengo TANTA experiencia como tú…

—Laura, te pasas la vida agradando a los demás. ¿Qué pasa contigo, con TU FELICIDAD?

—Él me necesita…

—¿Es lo que quieres: un tipo que solo se acuerda de ti cuando te necesita?

—¿Por qué tienes que agobiarme el día que cumplo 25 años?

—Alguien debe decirte las cosas como son. Hoy se ha presentado la oportunidad. Venga, vamos, te invito a tomar algo.

—Está bien pero, pago yo.

—¡Mucho mejor!




Foto: Marijo Grass


Recibí la noticia a media noche; primero dijo que lo sentía; después que quería ser libre y acabar nuestra relación. Ni siquiera le monté un numerito por dejarme plantada. Al principio me quedé como aletargada, contemplando el vacío hasta bien entrada la madrugada; mordisqueando galletas de chocolate encima de la cama. Una semana más tarde, vapuleada también por mis amigas, empecé a pensar que mi hermana tenía razón y necesitaba hacer algún cambio en mi vida. Entonces se me ocurrió visitar a un especialista en terapia regenerativa.

Yo solo quería que me hiciera un estudio para averiguar una dieta adecuada; encontrar el origen de mis problemas gastrointestinales, pero él me soltó una horrible colección de preguntas sobre mi madre: si tuvo un embarazo confortable o estaba estresada, si me dio teta o biberón, y cosas así.




Foto: Marijo Grass


Desde pequeña recuerdo a mamá sufriendo algún tipo de depresión, que yo apodé melancolía, haciendo gala de mi temprana personalidad COCOCO, es decir: conciliadora, comprensiva y complaciente. Siempre pensé que tenía que ver con la influencia de una serie que veía en su infancia. Se titulaba La casa de la pradera: un culebrón lacrimógeno y bastante cursi— según la definición de mi hermana—, en el que una niña, llamada Laura Ingalls, relataba los sinsabores de su familia desde que se instalan en algún lugar recóndito de Minesota, en busca de prosperidad. Mi nombre se lo debo a esa niña, y supongo que por eso he desarrollado una personalidad COCOCO.




Little House on the prairie. NBC.1973-83


En mi primera visita al especialista en PNI, me abrumaba explicarle detalles íntimos de mi vida familiar, pero cuando empezó a hacer preguntas sobre mis relaciones sexuales, tuve que inventar una excusa ridícula para salir huyendo de su consulta como una exhalación. ¿Cómo iba a confesar a un extraño que no he tenido un buen orgasmo en mi vida? Que no he podido disfrutar como debería porque con frecuencia pierdo la concentración, pensando si estaré a la altura, o imaginando que las chicas que me han antecedido son más guapas, tienen menos celulitis o saben hacer una felación mejor que yo.

Aquello me dejó noqueada, confusa, con un ataque de ansiedad que me obligó a solicitar un par de días de baja laboral. Mi energía habitual se evaporó; me sentí perdida, como si hubiera empezado a envejecer de repente. Por fortuna, Aurora acudió a mi llamada de auxilio, como el príncipe Felipe intentando liberar a su amada; según ella, solo debía aprender a decir NO.




Foto: Marijo Grass


Lo primero fue largarme de casa, y acabar con el chantaje emocional que durante tantos años me había regalado nuestra madre. Creo que también fue bueno para ella, porque la obligó a utilizar su tiempo de ocio con actividades más placenteras. No estaba enferma, todavía era joven y podía salir adelante sin mi presencia. Empecé a quedar con más gente. Para entonces ya tenía claro que Pablo no era mi alma gemela.




Foto: Marijo Grass


Poco después llegó la primavera; mi balcón se llenó de flores y mi vida empezó a parecer nueva. Decidí preparar una cena deliciosa para agradecer a mi hermana su apoyo incondicional y el haberme librado de los influjos de Maléfica. Se presentó con una tarta de NO cumpleaños y un regalo, envuelto en un precioso papel brillante y atado con un lazo. Mi sorpresa fue encontrar en el interior de la caja un vibrador de color rosa que parecía una chuche gigante. Al principio consiguió ruborizarme, después empezamos a reír y le prometí que lo disfrutaría sintiéndome como una princesa.





Dedicado a Miri; y a todas las mujeres que padecen el Síndrome de Wendy