9 de junio de 2011

LA HUIDA. Tercera parte.



Foto: Marijo Grass



Uno de los transbordadores que recorren el cuerno de oro se desplaza, lentamente, ocultando la panorámica del lado asiático a los que permanecemos en el muelle al borde del agua. El tipo que ha llamado mi atención, despierta de su limbo musical y observa el ejemplar de Pamuk, idéntico al suyo, que llevo conmigo. A continuación, levanta la vista y tropieza con mi sonrisa, abierta, afable. Me regala otra, pero el humo que desprende la chimenea del barco, frente a nosotros, le provoca un ataque de tos que enciende su rostro. Le ofrezco un pañuelo de papel; lo acepta agradecido. Abro el libro y leo en voz alta:


“ Cuando camino a lo largo de la orilla del Bósforo o voy en barco, me gusta pasar bajo el humo espeso y rizado que desprende otro, sentir como una delicada tela de araña la imprecisa lluvia de hollín movida por el viento y aspirar el olor mineral y a quemado del humo compuesto por millones de diminutas partículas negras de carbón, o contemplar cómo se esparce por la ciudad el que sale al mismo tiempo de los barcos amarrados unos a otros en el puerto de Gálata y alrededores”


Foto: Marijo Grass



—¡No sé si comulgo con eso!— exclama, recuperado, al tiempo que levanta la mano que esconde el pañuelo arrugado, y añade—. Gracias; eres muy amable—. Me regala otra sonrisa; yo reparo en sus ojos pardos.

—¿Qué estás escuchando? Parecías disfrutar… —pregunto, con ánimo de seguir conversando.

"Sonidos de Estambul". ¿Quieres…?—ofreciéndome los auriculares que desembocan en el bolsillo superior de su chaqueta con un gesto franco.


Me pongo los cascos; retiro mi pelo por detrás de las orejas y lo imito. Me concentro en la música. Él recupera su posición, relajado. Observa con atención la otra orilla, el trasiego de barcos, arriba y abajo, como describe el autor en el libro que ha hecho de nexo para encontrarnos.



Foto: Marijo Grass



—¿Qué es esto?—pregunto al cabo de un rato, mientras sujeto los auriculares con ambas manos.

—La banda sonora de un documental— responde, sin dejar de contemplar el Bósforo—. Ese tema es de Aynur Dogan; tiene una voz exquisita.

—¿Un documental?

“Cruzando el puente”, de Fatih Akin: un cineasta alemán de origen turco. Refleja la diversidad musical de la ciudad, de la mano de un músico que la recorre con una especie de estudio de grabación portátil. Alexander Hacke, creo que se llama.

—¡Qué interesante!

—Tiene de todo: música electrónica, árabe, rock, hip hop…

—He visto algo suyo, pero no conozco la película —afirmo con cierto pesar, recordando mi vida anterior a Alejandro y el teatro; añorando mi antiguo rol de productora documental.








—Muchos músicos y Dj´s buscan inspiración en Estambul.

—¿Eres músico?—pregunto, y me olvido de las sombras que pretendían estropearme el ánimo.

—No, ¡que va! Me dedico al arte floral —dice, como si se tratara de su remedio particular para luchar contra la adversidad.

—¡Ah!


De repente nos quedamos mudos. Quiero saber de él. Parece tierno, natural. Hay algo melancólico y femenino en sus gestos que me atrae, como si nos uniera algo más que coincidir frente al Bósforo o compartir la lectura de un premio Nobel. Ambos observamos el ferry atracando a nuestro lado. Los pasajeros, sin prisa, empiezan a agruparse para desembarcar; su expresión delata rutina y los diferencia del turista local.



Foto: Marijo Grass



—¿Te apetece “Cruzar el puente”?—pregunta espontáneo.

—Mmn, ¿cómo?

—¿Quieres ir caminando hasta Asia conmigo? ¡Está aquí al lado! —añade. Yo me río.

—Bueno, ¿por qué no? —. Acepto encantada y me levanto.

—¡Vamos!


Un pescador, que ha entretenido su espera observándonos, se despide haciendo un gesto de cabeza, sin mover un ápice su caña, como si hubiera formado parte de la escena, igual que un figurante en un extremo del plano. Empezamos a caminar al tiempo que nos regala una frase que ya he escuchado: “ Yurtta Sulh, Cihanda sulth”. Mi acompañante me descubre ahora el significado: “Paz en casa, paz en el mundo”.


—Es el lema de los turcos —añade.



Foto: Marijo Grass



—¿Llevas aquí mucho tiempo? —pregunto, asombrada por su conocimiento de la cultura nacional.

—Algo más de una semana.

—¿Vacaciones? —continúo mi interrogatorio.

—Trabajo; me marcho a Grecia mañana.

—¡Ah! —exclamo otra vez, desilusionada —. Por cierto, me llamo Nerea. ¿Y tú?

—Robert.

—¡El artista floral!— exclamo, poniéndole apellido, enfatizando un cargo.


Se detiene frente a mí. Por un momento imagino que no le ha gustado mi comentario, pero suelta una carcajada. Yo suspiro con alivio.

—Eres muy curiosa —me regaña —. ¿Abordas a todo el que te encuentras con un libro de Orhan Pamuk en la mano?

—Solo a ti —respondo, dejando asomar mi propia contradicción emocional, entre tímida y lanzada.

—Perfecto, entonces vamos.



Foto: Marijo Grass


El puente de Gálata es uno de los más transitados, sugestivos y evocadores del alma de la ciudad. En el nivel superior circulan coches, tranvías y peatones; además de estar ocupado por pescadores y vendedores ambulantes hasta bien entrada la noche. El nivel inferior está repleto de restaurantes, cafés y quioscos; y el fuerte aroma de mar, pescado frito y narguile impregna todos sus rincones.
Robert se dirige a un viejo que nos cruzamos en el camino portando un carro y compra un par de simit.


—Se llama Mehmet; hace 20 años que hace lo mismo. Aquí lo conoce todo el mundo —ofreciéndome una especie de panecillo con forma de rosca, decorado con semillas de sésamo.


Me sorprende de nuevo; puede que haya leído más a Pamuk; quizás es un tipo curioso, o me lleva cierta ventaja en el aprendizaje de la costumbre local. Me gusta. Empiezo a olvidar el motivo que me trajo a esta increíble ciudad.



Foto: Marijo Grass



Llegamos al otro lado del puente, que cierra el cuerno de Oro, pisando otro continente. En su lado izquierdo se concentran los puestos de pescadores y sus pequeñas embarcaciones. Se vende, se compra, se cocina y se consume allí mismo. Me llama la atención los carros ambulantes de mazorcas y castañas asadas, o los mejillones rellenos de arroz. Esta vez soy yo la que se adelanta e invita a Robert a una degustación.



Foto: Marijo Grass


Continuamos subiendo a través de calles adoquinadas hasta la Torre Gálata, desde la que puedes contemplar la ciudad a vista de pájaro, haciendo una pausa para recuperar energía; tomando un delicioso zumo natural en uno de los múltiples negocios, a pie de calle, que encontramos en el camino.




Foto: Marijo Grass



La torre mide 60 unos metros de altura. Sus orígenes se remontan a la época en que los genoveses controlaban la llegada de los barcos y se protegían frente a un posible ataque bizantino. Tras la conquista otomana se convirtió en prisión, y más tarde en atalaya. Desde que está abierta al turismo incluye un restaurante, un café y un night club.


—¡Qué maravilla! —exclamo, una vez arriba, intentando abrirme paso entre unas jóvenes turcas que se fotografían ante la espectacular panorámica.



Foto: Marijo Grass



—¡Qué sensación de poder! De poder luchar contra el infortunio y seguir adelante con tu vida —exclama, bajando la vista con una mezcla de esperanza y pesar. Ahora estoy convencida que nos une algo más que la casualidad y un libro, pero no creo que haya llegado el momento de contarnos algo más íntimo, personal.




Foto: Marijo Grass


Permanecemos un buen rato en silencio, rodeando el mirador en sus 360 grados. Bajamos y seguimos caminando, observando el bullicio, la mezcla de turistas y residentes en el barrio, completamente globalizados; comentando lo que observamos en las calles a uno y otro lado: viejas librerías, tiendas de instrumentos, limpiadores de botas, afiladores de cuchillos, hombres tomando té, comiendo un kebab, fumando un narguile o jugando a backgammon




Foto: Marijo Grass



—Debo regresar al otro lado. Me gustaría hacer unas compras en el bazar de las especias. Mi vuelo sale mañana temprano— explica, anticipando lo que parece una despedida, pero ahora sé que no quiero abandonarlo. Su compañía me ha regalado la mejor terapia para ahuyentar mi pasado.

—¿Puedo ir contigo? —pregunto, tímida, expectante.

—Me encantaría—responde. Y una bocanada de bienestar me arranca una sonrisa enorme.


Cruzamos el puente de nuevo, entre bromas y observaciones sobre narices y bigotes, característicos del hombre turco; con el ánimo renovado, después de confesar nuestro deseo de seguir compartiendo esta aventura; consumiendo los minutos que nos quedan hasta que volvamos a separarnos.


Foto: Marijo Grass


Regresamos a Emïnonü, atravesando el puerto hasta llegar al bazar de las especias, conocido también como mercado egipcio: uno de los más antiguos, cuyos orígenes se remontan a 1663, cuando se consideraba la ciudad como el final de la ruta de la seda: una red comercial que fue, durante dieciocho siglos, el punto de conexión entre Asia y Europa; se extendía desde Xi´an a Estambul ofreciendo el tejido de fabricación secreta como mercancía más valiosa; aunque también se comerciaba con especias, plata, perfumes y piedras preciosas, entre otras cosas.



Foto: Marijo Grass


Acceder al recinto supone adentrarse en un laberinto de aromas y colores que exaltan los sentidos. Parece un mercado de brujas y magos, que buscan los ingredientes para su pócima o elixir favorito.



Foto: Marijo Grass



Charlamos, curioseamos y nos dejamos agasajar por vendedores que nos invitan a té y dulces exquisitos. Robert compra azafrán iraní, comino, menta y tomillo, elegidos entre cientos de variedades; además de hierbas aromáticas, como las que venían de Egipto y se llevaban a palacio, para hacer la comida de los sultanes durante el Imperio Otomano.



Foto: Marijo Grass



Salimos de allí como si lo hiciéramos de un cuento exótico y tradicional. Empieza a caer la noche. Las mezquitas, iluminadas, dibujan un nuevo perfil de la ciudad. El bullicio inunda calles y plazas incrementando su vitalidad al finalizar la jornada; enfatizando su riqueza y diversidad.



Foto: Marijo Grass



Después de callejear un poco más, Robert sugiere reponer fuerzas con un típico bocadillo de pescado, de los que venden en las barcazas amarradas al borde del agua. Con el estómago lleno, empiezo a sentir que decaigo. Necesito descansar un rato.




Foto: Marijo Grass



—¿Dónde te alojas? Puedo acompañarte, y de paso tomamos un té en el camino, o escuchamos música en una haima—propone, animado.

—No he buscado hotel todavía. He llegado esta mañana—respondo, volviendo a la realidad después de una intensa jornada, como una Cenicienta cualquiera, a punto de perder los efectos de la magia que le ha regalado su hada.

—Bueno, eso no es problema. Tengo sitio de sobra en un palacio—afirma complacido.

—¿Acaso eres un príncipe?—pregunto irónica.

—Destronado, pero conservo los privilegios—afirma con una sonrisa, cercano.


Cogemos un taksi y ponemos rumbo al lado asiático.



Foto: Marijo Grass



Durante el trayecto me explica que es interiorista, además de experto en Ikebana. Lo ha fichado la cadena de Hoteles W para incorporarse al equipo de decoración del W Athens Astir Palace Beach, cuya inauguración está prevista para 2013. Le citaron en la sucursal de Estambul para mantener unas cuantas reuniones y firmar su contrato. También me cuenta que su novia lo abandonó el día que le ofreció un anillo de compromiso, después de recibir la propuesta de trabajo. Yo confieso que he perdido el mío, y a mi pareja, tras conseguir que fuera un éxito su espectáculo, y que he venido aquí huyendo de mi pasado.


—Wow! —exclamo, al recorrer una habitación más grande que mi casa, con una cama de 2x4, una terraza paradisíaca y un baño digo de una princesa oriental.

—Esto es auténtico lujo asiático —afirma entre risas —. Disfrútalo. Ahora tengo que dejarte para cerrar algunos asuntos —. Me sujeta el rostro con ambas manos; acaricia mi pelo, echándolo hacia atrás, delicado; besa mi frente con ternura y desaparece, dejando su palacio a mi cuidado.


Me tumbo en la cama de golpe como si me hubiera hipnotizado. Un rato más tarde me preparo un baño con esencias de flores y me relajo.



Foto: Marijo Grass



Me despierto de madrugada, sintiendo su calor en mi espalda. Observo su expresión durante unos minutos. Es tierno, gentil, y bastante guapo. Por la mañana encuentro una nota, junto a un precioso y minúsculo broche floral improvisado.


“Gracias por compartir conmigo tu escapada y devolverme la fe en las mujeres luminosas, como la flor de loto. Y a Orhan Pamuk, por brindarnos la oportunidad de cruzar nuestros caminos. Espero verte de nuevo en cualquier rincón del mundo y que me regales un fuerte abrazo.


PD: En la India, la flor de loto simboliza todo lo que es bueno. Está asociada a Maha Lakshmi: la diosa de la abundancia, quien provee de pureza, generosidad y prosperidad. Esos son mis deseos para ti.
Adjunto correo y teléfono, por si te apetece contarme el final de tu aventura. Puedes quedarte en el hotel; solo tienes que comunicar la fecha de salida en recepción.

Un beso. Good luck!

Robert.”


Después de una ducha revitalizante y un opíparo desayuno, salgo a la calle, eufórica, agradecida; con la imagen de su sonrisa en mi cabeza como guía; dispuesta a visualizar el futuro; a encontrar un poco de inspiración en esta fascinante ciudad, llena de vida.



Foto: Marijo Grass


CONTINUARÁ

Si tenéis curiosidad por conocer la historia de Robert, antes de llegar a Estambul, podéis encontrarla AQUÍ