30 de junio de 2011

LA HUIDA. Quinta parte. (Final)


Foto: Marijo Grass

“¿Acaso el misterio de Estambul consiste en la pobreza que se vive junto a la Historia insigne, en que continúe en secreto su vida de comunidad y barrio cerrada sobre sí misma a pesar de estar abierta a influencias externas, en que tras sus bellezas monumentales y naturales volcadas al exterior la vida cotidiana se base en unas relaciones frágiles y desvencijadas? Pero cualquier cosa que digamos sobre las características generales de una ciudad, sobre su alma o su esencia, acaba convirtiéndose de forma indirecta en una confesión sobre nuestra vida y, especialmente, sobre nuestro estado espiritual. La ciudad no tiene otro centro sino nosotros mismos”

Mi guía mordisquea, tímida, el simit que le he ofrecido. Yo observo a la gente que nos cruzamos en el camino, recordando, una vez más, las palabras de Pamuk.



Foto: Marijo Grass


Paseamos en busca de un restaurante para comer algo más consistente y especiado. Edyglü me confiesa que, cuando no va a la escuela ni ayuda a su familia, le gusta frecuentar lugares turísticos y escuchar otras lenguas. Dice que es la primera vez que se atreve a abordar a una desconocida; que después de seguirme durante un buen rato le he parecido buena gente; alguien en quien podía confiar.


—Yo no me quiero casar, ni ir a la Meca; prefiero estudiar, aprender idiomas, asistir a la Universidad; ser mujer independiente. Tú pareces mujer independiente.




Foto: Marijo Grass


Le regalo un gesto amable, acompañado de una sonrisa. Me enternece el entusiasmo propio de su juventud; ese periodo vital en el que somos capaces de ponernos el mundo por montera, sin límites, dispuestos a cumplir nuestros mejores deseos; a superar cualquier tipo de impedimento, a pesar de que el tiempo y la experiencia nos golpee en algún momento, dejándonos a merced del abismo, en el que permanecemos hasta recuperar la autoestima, o encontramos una buena razón para volver a luchar por nuestros sueños. No sé cómo expresar que solo tiene razón en parte, que tras haber trabajado duro por esa independencia he sucumbido a los deseos de otro por amor, y el desconsuelo me ha traído aquí. Entonces recuerdo la traición de Alejandro y sugiero que hable de comida, para borrar esa imagen de mi memoria y alegrar el estómago regalándole el placer de la degustación, con esas delicias turcas que no he probado todavía.



Foto: Marijo Grass


Me conduce por calles que no aparecen en las guías de viaje, plagadas de hombres que conversan o beben té a las puertas de un bar, hasta que llegamos a un pequeño restaurante regentado por un amigo de su familia. No veo un solo turista, lo que me hace pensar en comida autóctona de verdad.


Foto: Marijo Grass


La gastronomía de este país es una de las más ricas y variadas del mundo. Observo con placer la cantidad de verduras rellenas de arroz, que ellos llaman dolmas. Me siento incapaz de decidir por cual de ellas empezar.



Foto: Marijo Grass


—Hay más de 40 formas diferentes de cocinar la berenjena —explica Edyglü, al verme extasiada, contemplando los recipientes con los platos del día—. Mi madre las hace muy buenas.


En ese instante nos sirven unos meze, el equivalente a tapas o aperitivos, acompañados de ayran: bebida fría de yogur que acostumbran a tomar a cualquier hora del día. Los aromas de menta, eneldo y comino se acomodan en nuestra mesa en cuanto depositan la comida.


—¿Te gusta? —pregunta mi nueva amiga, complacida por mi curiosidad culinaria.
—¡Delicioso! —exclamo divertida. Ella ríe, ocultando su boca con la mano para no llamar la atención, y casi no prueba bocado. Después relata cómo disfruta acompañando a su abuela a comprar pescado en los diferentes mercados de la ciudad, como un ritual, en el que hay que encontrar cada especie en un lugar, porque el mar Negro, el de Mármara, el Egeo y el Mediterráneo, proporcionan numerosas variedades con las que elaborar sabrosas especialidades, con limón, aceite de oliva, pimienta aleppo y sal.



Foto: Marijo Grass


Al finalizar nuestro festín, pregunto si conoce algún sitio en el que pueda ver los derviches danzantes. Ella asegura que en la estación de Sirkeci, donde también puedo visitar las reliquias del Orient Express.

Nos adentramos en un laberinto de calles comerciales del barrio antíguo. Me llama la atención un grupo de mujeres que ríen animosas, cubiertas con su niqab y cargadas de bolsas, tras salir de una tienda que exhibe en sus escaparates lencería muy sexi.



Foto: Marijo Grass



Edyglü me cuenta que su familia es humilde y bastante conservadora, aunque ya no se oponen a que ella estudie y ambicione una vida más occidental. Su hermana mayor lo hizo primero; ahora es técnico informático y vive en Alemania con su marido, que es judío, y sus hijos; supongo que eso le ha abierto el camino para ampliar las distancias, con la cultura y la religión que profesan los suyos.




Foto: Marijo Grass



Su padre, su abuelo y su bisabuelo, trabajan como limpiabotas desde los diez años. Azzad, su hermano pequeño, empezará después del verano, tras la ceremonia de circuncisión. Todos residen, junto a sus tías y primos, en Eyüp: un distrito situado en el nacimiento del cuerno de oro, habitado por musulmanes, donde se encuentra la famosa mezquita del mismo nombre; un lugar de peregrinación en el que suelen celebrar ese tipo de ritos.

Nos detenemos un momento frente a un comercio que vende los trajes, de príncipe o sultán, como el que llevará su hermano el día que se convierta en hombre, según la tradición del Islam.




Foto: Marijo Grass



Llegamos a la estación de Sirkeci, minutos antes de que empiece la ceremonia, en la sala contigua al Museo del Oriente Express, que finalizaba su recorrido aquí.

La Semâ es un viaje espiritual. El participante, dirigido por la verdad, ensalza el amor a través de su mente, rechazando deseos y tentaciones para alcanzar la perfección. De repente, el silencio inunda el espacio; aparecen los músicos y toman asiento. Leen unos fragmentos del Corán. Tras ellos, los derviches, con sus trajes cubiertos por una capa negra y sus altos sombreros de fieltro.




Foto: Marijo Grass


Efectúan tres vueltas a la sala con una lentitud inquietante, para esbozar los caminos que te llevan a Dios: el de la ciencia, la intuición y el amor. A continuación, se desprenden de sus capas y, resplandecientes, se acercan al líder; se inclinan, besan su mano y empiezan a girar, alzando su mano derecha al cielo para recibir la gracia y la izquierda hacia la tierra para traerla al mundo.




Foto: Marijo Grass


Es algo místico, espiritual. Me devuelve la serenidad, las ganas de volver a empezar.
Tras salir de allí nos dirigimos al muelle a tomar el transbordador. Es tarde. Ediyglü debe regresar a casa y yo me dispongo a descansar en el palacio que me ha legado Robert. Nos despedimos con un cálido abrazo y nos citamos al día siguiente, para dar un último paseo y conversar un rato más.




Foto: Marijo Grass


Una vez en el hotel, decido tomar algo fresco y enviar un correo a mi generoso anfitrión.

“ Lo primero que voy a hacer en cuanto llegue a casa es ver ese documental de Fatih Akin, aunque escuchando la banda sonora he tenido la oportunidad de hacer uno nuevo, contigo, aunque ya no estuvieras aquí y solo conserve tu sonrisa en mi recuerdo. Será como caminar juntos y prolongar nuestro delicioso paseo; mantener el ánimo que me ha hecho olvidar el motivo de mi viaje hasta el final de este... ¿sueño? Me empiezo a preguntar si eres real.

Mil gracias y un gran beso. Te contaré el resto de mi aventura “al final de la escapada”.

Nerea

PD: Espero que podamos compartir en el futuro un poco más de magia.



Foto: Marijo Grass


Me despierto de madrugada. Subo a la terraza a esperar el alba. Contemplo extasiada las luces violáceas que refleja el Bósforo cuando se encuentra con el Mar de Mármara. No he podido dormir casi nada. En mi cabeza se agitan infinidad de ideas y sensaciones nuevas. Espero un rayo que agarrar al vuelo para poner rumbo a otra realidad, aunque la que dejé atrás me exija cerrar viejas heridas. Quizás, la perspectiva de volver a casa, a enterrar mis fantasmas, me da cierta pereza.


“Las calles de Beyoglü, sus rincones oscuros, el deseo de huir, y el sentimiento de culpabilidad parpadeaban en mi mente como luces de neón. Tal y como podía percibir en los momentos de rabia y sentimentalismo excesivo, esas calles de la ciudad que tanto amaba, medio oscuras, medio atractivas, sucias y malignas, hacía mucho que habían ocupado el lugar de ese segundo mundo al que antes podía escapar. Supe que esa noche no estallaría una discusión entre mi madre y yo, que poco después cruzaría la puerta, huiría a las calles, que me darían consuelo, y que después de caminar largo rato regresaría a casa a medianoche y me sentaría a mi mesa para intentar extraer algo del ambiente y de la química de aquellas calles.
—No voy a ser pintor —dije—. Seré escritor.”


Foto: Marijo Grass


Concluyo el libro de Pamuk saboreando un delicioso café; recordando mis impresiones de la ciudad; contrastándolas con las suyas; con la certeza de hallarme en el camino. Ahora sé que debo recuperar mi trabajo documental, porque es lo que siempre me ha hecho sentir viva; abrir una puerta a la realidad, traspasar los límites y plasmarla en imágenes.




Foto: Marijo Grass


Me reúno con Edyglü en un lugar próximo a la Universidad. Trae consigo un recipiente que contiene unas berenjenas que ha preparado ella misma, además de un surtido de dulces caseros. Le regalo algunas piezas de ropa que he comprado antes de llegar a nuestra cita. Voy a conocer al hombre más viejo de su familia: Burak. Lleva 80 años ejerciendo de limpiabotas, en los alrededores del Gran Bazar.




Foto: Marijo Grass


Me enternece su mirada profunda, su expresión de bondad, y los surcos que enmarcan el rostro, alineando las vicisitudes de una vida entera, al abrigo de las inclemencias del tiempo, en un rincón cualquiera de la ciudad; ofreciendo su destreza manual, para dar lustre al calzado de todos los que requirieron sus servicios. Siempre testigo de su aventura sobre el asfalto, durante tantos años...
Necesito saber más. Aquí hay una historia: la que quiero contar. En él veo la esencia de las palabras de Pamuk, los contrastes entre dos mundos, dos culturas; el Hüzün.




Foto: Marijo Grass


“La amargura de los estambulíes ciega cualquier creatividad con respecto a los valores y a las formas sociales y sirve de apoyo a la moral de conformarse con poco, parecerse a los demás y ser modestos. La amargura, que hace honor al espíritu de solidaridad necesario para vivir en tiempos de carencia y pobreza, provoca que se interpreten al revés de la vida y la ciudad. Al mostrar la derrota y la pobreza no como resultados sino como honrosas condiciones previas anteriores al nacimiento, resulta una actitud prestigiosa, pero también falaz. Así se viven como un honor y no como un fracaso la pobreza, invencible, aceptada como destino y enquistada en la vida de Estambul como una enfermedad incurable, la confusión y el dominio del blanco y negro.”




Foto: Marijo Grass


—Burak significa rayo —traduce Edyglü —observando, orgullosa, a su bisabuelo—. En la tradición islámica, Burak era caballo alado. Llevó a Mahoma por su ascensión al cielo.


Tomamos un té; Burak nos acompaña saboreando un narguile de manzana, en un lugar próximo en el que los gatos, auténticos símbolos de la ciudad, ocupan un lugar preferente. Intercambiamos sonrisas y algunas confidencias. Prometo regresar y me despido de ellos.


Foto: Marijo Grass


Subo a un taksi y me dirijo al aeropuerto, ilusionada, recapitulando cada detalle de este último encuentro; convencida que volveré a irrumpir en sus vidas, para convertirlos en protagonistas de su propia historia.

Durante el trayecto, doy un último vistazo a las aguas del Bósforo y enciendo, por primera vez, mi teléfono. Envío un mensaje a Robert:

"Abandono Estambul. Aquí termina mi huida. Espero que las hadas madrinas nos reúnan de nuevo, aunque no tengamos como fondo sonoro la llamada del Muecín cinco veces al día."



Foto: Marijo Grass

16 de junio de 2011

LA HUIDA. Cuarta parte.


“El blanco y negro de la gente que regresa a casa las tardes de invierno despierta en mí la sensación de que pertenezco a esta ciudad, de que comparto algo con ellos”.

Leo, mientras apuro un té en la terraza de un bar.



Foto: Marijo Grass


Me dirijo a la plaza Taksim Meydani, aprovechando que estoy en el lado asiático de Estambul; dejando atrás el blanco y negro de Pamuk, porque mi ánimo luce colorista entre las sombras de una mañana de invierno. Para mi sorpresa, el ambiente que encuentro resulta más europeo. El inmenso quiosco de flores, situado en el extremo norte, me hace pensar en Robert de nuevo.



Foto: Marijo Grass


Un viejo profesor jubilado, me cuenta que, en primavera, la ciudad se cubre de un manto de flores, gracias a los tulipanes que siembran alrededor de mezquitas y palacios. Al tulipán le han dedicado poemas y canciones; le atribuyen cualidades sagradas; se regala a las personas queridas y se considera un símbolo de su folklore.




Foto: Marijo Grass

“ … lo que hace especial a una ciudad no son solo su topografía ni las apariencias concretas de edificios y personas, la mayor parte de las veces creadas a partir de casualidades, sino los recuerdos que ha ido reuniendo la gente que, como yo, ha vivido cincuenta años en las mismas calles, las letras, los colores, las imágenes y la consistencia de las casualidades ocultas o expresas, que es lo que lo mantiene todo unido.”




Foto: Marijo Grass


Las palabras del escritor me hacen pensar en mi misma; en lo que me está ofreciendo el destino, y ahora siento que aquí empieza otro capítulo, haciendo un paréntesis en el camino. Recorro Istiklal Cadessi: la arteria principal y más cosmopolita de la ciudad; epicentro de la ruta comercial, plagada de boutiques, restaurantes y locales de ocio que la mantienen ruidosa y animada las 24 horas del día.




Foto: Marijo Grass


Observo a la gente que pasea, compra, vende o acarrea su mercancía. Me detengo delante de una vieja librería, que expone en el exterior primeras ediciones en turco del premio Nobel, como: “Mi nombre es rojo” o “La nueva vida” , de la que recuerdo su frase más célebre: “Un día leo un libro y mi vida ha cambiado”; y eso es exactamente lo que ha ocurrido conmigo. Interrumpe mi reflexión una mujer de mirada penetrante, que aparece en la entrada y me invita a seguirla al interior con un gesto sencillo.




Foto: Marijo Grass


“La mayor parte de las veces la cuestión no reside tanto en la belleza de los lugares y los paisajes ni en la simpatía o el respeto que muestra la gente por el viajero occidental, sino en lo que el autor espera de la ciudad y lo que el lector espera de sus escritos”



Foto: Marijo Grass


La mujer me lleva a la trastienda; me muestra ejemplares que incluyen imágenes de Beyoglu en diferentes épocas; desde los mercaderes genoveses y venecianos, a la caída del Imperio Otomano y la implantación de la República, en las que aparecen sus habitantes ejerciendo oficios que en el mundo moderno casi han desaparecido: limpiadores de botas, afiladores de cuchillos, constructores de instrumentos antiguos…. Me sorprenden por el valor documental y su belleza poética y decadente. A pesar del deseo de occidentalizarse, compruebo que muchos continúan, generación tras generación, ganándose la vida con sus manos, como si el tiempo se hubiera detenido y todo fuera igual que hace cincuenta, o cien años.




Foto: Marijo Grass


Poco después me ofrece un café turco. Se llama así por el modo en que lo preparan, dejando que el poso quede en el fondo de la taza, para leer en ella nuestros sueños ocultos. Y eso es lo que intenta revelarme esta enigmática librera, interpretando el papel de adivina. Por desgracia no entiendo su idioma, pero soy capaz de quedarme con la sensación de que sus palabras auguran esperanza.




Foto: Marijo Grass


Me despido de la mujer y salgo a la calle reconociendo a mi alrededor las imágenes que he visto en esos libros, como si en ellas y las palabras de Pamuk existiera una clave oculta que debo descifrar; algo esencial, con futuro. Embebida en mis pensamientos, casi soy atropellada por el viejo tranvía que circula por la calle Istiklal en dos direcciones, pero uno de los jóvenes que camina frente a mí, me da un empujón y me aparta de las vías, al tiempo que exclama un improperio que censura mi descuido.
“Gracias”, acierto a balbucear, sorprendida, descolocada, agradecida de nuevo; y continúo.




Foto: Marijo Grass


“Las sensaciones que provoca Estambul al observar el paisaje de la ciudad, al caminar por sus calles o al atravesarla en barco, se unen a las imágenes, pero es algo que no solo se consigue contemplando el panorama mientras se pasea, sino siendo capaz de aglutinar dentro de uno mismo el estado espiritual con las estampas que nos concede la ciudad. Si se hace con sinceridad y un mínimo de talento, en la memoria se funden las imágenes de la ciudad con los sentimientos más profundos y sinceros, con el dolor, la tristeza, la amargura y, a veces, con la felicidad, la alegría de vivir y el optimismo.”




Foto: Marijo Grass


Abro un pequeño compartimento del bolso, buscando un pañuelo con el que refrescarme el rostro, azorado, después del amago de accidente con el tranvía. Descubro atónita un pequeño Ipod que no es mío en su interior. Ahí está Robert otra vez, sorprendente, detallista, con una nota manuscrita: “ Te dejo los sonidos de Estambul, para que acompañen tu aventura y te regalen la inspiración que te conduzca al éxito. Abrazos musicales desde Atenas” .

Empiezo a pensar que este tío es un ángel; una aparición orquestada por mi hada madrina. Me pongo los cascos y decido cruzar al otro lado, dispuesta a contemplar algo magnífico.




Foto: Marijo Grass


Me dirijo al Palacio de Topkapy: residencia de los sultanes durante 400 años. Su situación privilegiada, en lo alto de una colina, proporcionaba un control absoluto de todos los rincones de la ciudad, además de unas espléndidas vistas. Está formado por múltiples pabellones, organizados en torno a 4 patios. Allí conservan los tesoros y reliquias del Islam, que puedes visitar mientras un monje pone banda sonora al espacio cantando textos del Corán.




Foto: Marijo Grass


El acceso al recinto, deviene en un enjambre de turistas, que circulan apelotonados bajo el paraguas de su guía. Me aíslo del bullicio escuchando la música que me ha dejado Robert; pensando en él observo los equipos de jardineros que mantienen los patios impecables, sembrándolos de flores.




Foto: Marijo Grass


Los lugares más visitados son el harén, decorado con preciosos azulejos procedentes de Iznik, el tesoro y las cocinas, en las que se llegaba a preparar 60 platos diferentes para alimentar miles de personas cada día. Recorro durante un buen rato el conjunto de dependencias, abriéndome paso entre los grupos que las veneran.




Foto: Marijo Grass


Atravieso lo que llaman la Puerta de la Felicidad, que da acceso a una sala que había visto antes como escenario en una vieja película de Jules Dassin, “Topkapi”: una divertida caper movie de los 60, en la que un grupo de delincuentes deciden robar la famosa daga, cubierta de esmeraldas, del sultán Mahmud I.






Me acerco a un mirador, contiguo a la sala de las audiencias, donde el sultán recibía a los embajadores, y allí, entre la gente que hace fotos del paisaje, reparo en una adolescente que me ha estado siguiendo durante la última hora; la miro a los ojos y ella me imita. Decide abordarme, nerviosa, con una expresión cálida, inocente, entre tímida y lanzada; igual que yo cuando descubrí a Robert.




Foto: Marijo Grass


—¿Tú quieres saber más? —pregunta , en un tosco inglés.

—¿Cómo dices? ¿Saber qué?

—Si necesitas guía; aquí, o en otro lugar de Estambul. Yo te puedo acompañar, y tú me explicas cosas de tu país. Quiero practicar el idioma, para salir, estudiar; saber más de las mujeres; conocer familias diferentes.

—¿Cómo te llamas? —pregunto, ofreciéndole una cálida sonrisa.

—Edyglü —responde con un tono musical.

—Yo Nerea.

—¿Quieres? —insiste, todavía cohibida.

—¡Claro que sí! Me encantaría tenerte como guía. ¿Tienes hambre?

—No sé.

—¡Vamos! Te invito a comer y charlamos —propongo, curiosa y sorprendida, por la simpática propuesta de la chica.


Me sigue a medio metro de distancia, dando pasos pequeños, con una media sonrisa que resplandece bajo el pañuelo azul celeste que envuelve su cara, hasta que salimos del recinto. Nos cruzamos una pareja con un simit en la mano. Tras ellos, el vendedor y su carro, que no es Mehmet, pero yo emulo a Robert, compro un par de roscas de pan con sésamo, le ofrezco una y seguimos caminando.



Foto: Marijo Grass


CONTINUARÁ

9 de junio de 2011

LA HUIDA. Tercera parte.



Foto: Marijo Grass



Uno de los transbordadores que recorren el cuerno de oro se desplaza, lentamente, ocultando la panorámica del lado asiático a los que permanecemos en el muelle al borde del agua. El tipo que ha llamado mi atención, despierta de su limbo musical y observa el ejemplar de Pamuk, idéntico al suyo, que llevo conmigo. A continuación, levanta la vista y tropieza con mi sonrisa, abierta, afable. Me regala otra, pero el humo que desprende la chimenea del barco, frente a nosotros, le provoca un ataque de tos que enciende su rostro. Le ofrezco un pañuelo de papel; lo acepta agradecido. Abro el libro y leo en voz alta:


“ Cuando camino a lo largo de la orilla del Bósforo o voy en barco, me gusta pasar bajo el humo espeso y rizado que desprende otro, sentir como una delicada tela de araña la imprecisa lluvia de hollín movida por el viento y aspirar el olor mineral y a quemado del humo compuesto por millones de diminutas partículas negras de carbón, o contemplar cómo se esparce por la ciudad el que sale al mismo tiempo de los barcos amarrados unos a otros en el puerto de Gálata y alrededores”


Foto: Marijo Grass



—¡No sé si comulgo con eso!— exclama, recuperado, al tiempo que levanta la mano que esconde el pañuelo arrugado, y añade—. Gracias; eres muy amable—. Me regala otra sonrisa; yo reparo en sus ojos pardos.

—¿Qué estás escuchando? Parecías disfrutar… —pregunto, con ánimo de seguir conversando.

"Sonidos de Estambul". ¿Quieres…?—ofreciéndome los auriculares que desembocan en el bolsillo superior de su chaqueta con un gesto franco.


Me pongo los cascos; retiro mi pelo por detrás de las orejas y lo imito. Me concentro en la música. Él recupera su posición, relajado. Observa con atención la otra orilla, el trasiego de barcos, arriba y abajo, como describe el autor en el libro que ha hecho de nexo para encontrarnos.



Foto: Marijo Grass



—¿Qué es esto?—pregunto al cabo de un rato, mientras sujeto los auriculares con ambas manos.

—La banda sonora de un documental— responde, sin dejar de contemplar el Bósforo—. Ese tema es de Aynur Dogan; tiene una voz exquisita.

—¿Un documental?

“Cruzando el puente”, de Fatih Akin: un cineasta alemán de origen turco. Refleja la diversidad musical de la ciudad, de la mano de un músico que la recorre con una especie de estudio de grabación portátil. Alexander Hacke, creo que se llama.

—¡Qué interesante!

—Tiene de todo: música electrónica, árabe, rock, hip hop…

—He visto algo suyo, pero no conozco la película —afirmo con cierto pesar, recordando mi vida anterior a Alejandro y el teatro; añorando mi antiguo rol de productora documental.








—Muchos músicos y Dj´s buscan inspiración en Estambul.

—¿Eres músico?—pregunto, y me olvido de las sombras que pretendían estropearme el ánimo.

—No, ¡que va! Me dedico al arte floral —dice, como si se tratara de su remedio particular para luchar contra la adversidad.

—¡Ah!


De repente nos quedamos mudos. Quiero saber de él. Parece tierno, natural. Hay algo melancólico y femenino en sus gestos que me atrae, como si nos uniera algo más que coincidir frente al Bósforo o compartir la lectura de un premio Nobel. Ambos observamos el ferry atracando a nuestro lado. Los pasajeros, sin prisa, empiezan a agruparse para desembarcar; su expresión delata rutina y los diferencia del turista local.



Foto: Marijo Grass



—¿Te apetece “Cruzar el puente”?—pregunta espontáneo.

—Mmn, ¿cómo?

—¿Quieres ir caminando hasta Asia conmigo? ¡Está aquí al lado! —añade. Yo me río.

—Bueno, ¿por qué no? —. Acepto encantada y me levanto.

—¡Vamos!


Un pescador, que ha entretenido su espera observándonos, se despide haciendo un gesto de cabeza, sin mover un ápice su caña, como si hubiera formado parte de la escena, igual que un figurante en un extremo del plano. Empezamos a caminar al tiempo que nos regala una frase que ya he escuchado: “ Yurtta Sulh, Cihanda sulth”. Mi acompañante me descubre ahora el significado: “Paz en casa, paz en el mundo”.


—Es el lema de los turcos —añade.



Foto: Marijo Grass



—¿Llevas aquí mucho tiempo? —pregunto, asombrada por su conocimiento de la cultura nacional.

—Algo más de una semana.

—¿Vacaciones? —continúo mi interrogatorio.

—Trabajo; me marcho a Grecia mañana.

—¡Ah! —exclamo otra vez, desilusionada —. Por cierto, me llamo Nerea. ¿Y tú?

—Robert.

—¡El artista floral!— exclamo, poniéndole apellido, enfatizando un cargo.


Se detiene frente a mí. Por un momento imagino que no le ha gustado mi comentario, pero suelta una carcajada. Yo suspiro con alivio.

—Eres muy curiosa —me regaña —. ¿Abordas a todo el que te encuentras con un libro de Orhan Pamuk en la mano?

—Solo a ti —respondo, dejando asomar mi propia contradicción emocional, entre tímida y lanzada.

—Perfecto, entonces vamos.



Foto: Marijo Grass


El puente de Gálata es uno de los más transitados, sugestivos y evocadores del alma de la ciudad. En el nivel superior circulan coches, tranvías y peatones; además de estar ocupado por pescadores y vendedores ambulantes hasta bien entrada la noche. El nivel inferior está repleto de restaurantes, cafés y quioscos; y el fuerte aroma de mar, pescado frito y narguile impregna todos sus rincones.
Robert se dirige a un viejo que nos cruzamos en el camino portando un carro y compra un par de simit.


—Se llama Mehmet; hace 20 años que hace lo mismo. Aquí lo conoce todo el mundo —ofreciéndome una especie de panecillo con forma de rosca, decorado con semillas de sésamo.


Me sorprende de nuevo; puede que haya leído más a Pamuk; quizás es un tipo curioso, o me lleva cierta ventaja en el aprendizaje de la costumbre local. Me gusta. Empiezo a olvidar el motivo que me trajo a esta increíble ciudad.



Foto: Marijo Grass



Llegamos al otro lado del puente, que cierra el cuerno de Oro, pisando otro continente. En su lado izquierdo se concentran los puestos de pescadores y sus pequeñas embarcaciones. Se vende, se compra, se cocina y se consume allí mismo. Me llama la atención los carros ambulantes de mazorcas y castañas asadas, o los mejillones rellenos de arroz. Esta vez soy yo la que se adelanta e invita a Robert a una degustación.



Foto: Marijo Grass


Continuamos subiendo a través de calles adoquinadas hasta la Torre Gálata, desde la que puedes contemplar la ciudad a vista de pájaro, haciendo una pausa para recuperar energía; tomando un delicioso zumo natural en uno de los múltiples negocios, a pie de calle, que encontramos en el camino.




Foto: Marijo Grass



La torre mide 60 unos metros de altura. Sus orígenes se remontan a la época en que los genoveses controlaban la llegada de los barcos y se protegían frente a un posible ataque bizantino. Tras la conquista otomana se convirtió en prisión, y más tarde en atalaya. Desde que está abierta al turismo incluye un restaurante, un café y un night club.


—¡Qué maravilla! —exclamo, una vez arriba, intentando abrirme paso entre unas jóvenes turcas que se fotografían ante la espectacular panorámica.



Foto: Marijo Grass



—¡Qué sensación de poder! De poder luchar contra el infortunio y seguir adelante con tu vida —exclama, bajando la vista con una mezcla de esperanza y pesar. Ahora estoy convencida que nos une algo más que la casualidad y un libro, pero no creo que haya llegado el momento de contarnos algo más íntimo, personal.




Foto: Marijo Grass


Permanecemos un buen rato en silencio, rodeando el mirador en sus 360 grados. Bajamos y seguimos caminando, observando el bullicio, la mezcla de turistas y residentes en el barrio, completamente globalizados; comentando lo que observamos en las calles a uno y otro lado: viejas librerías, tiendas de instrumentos, limpiadores de botas, afiladores de cuchillos, hombres tomando té, comiendo un kebab, fumando un narguile o jugando a backgammon




Foto: Marijo Grass



—Debo regresar al otro lado. Me gustaría hacer unas compras en el bazar de las especias. Mi vuelo sale mañana temprano— explica, anticipando lo que parece una despedida, pero ahora sé que no quiero abandonarlo. Su compañía me ha regalado la mejor terapia para ahuyentar mi pasado.

—¿Puedo ir contigo? —pregunto, tímida, expectante.

—Me encantaría—responde. Y una bocanada de bienestar me arranca una sonrisa enorme.


Cruzamos el puente de nuevo, entre bromas y observaciones sobre narices y bigotes, característicos del hombre turco; con el ánimo renovado, después de confesar nuestro deseo de seguir compartiendo esta aventura; consumiendo los minutos que nos quedan hasta que volvamos a separarnos.


Foto: Marijo Grass


Regresamos a Emïnonü, atravesando el puerto hasta llegar al bazar de las especias, conocido también como mercado egipcio: uno de los más antiguos, cuyos orígenes se remontan a 1663, cuando se consideraba la ciudad como el final de la ruta de la seda: una red comercial que fue, durante dieciocho siglos, el punto de conexión entre Asia y Europa; se extendía desde Xi´an a Estambul ofreciendo el tejido de fabricación secreta como mercancía más valiosa; aunque también se comerciaba con especias, plata, perfumes y piedras preciosas, entre otras cosas.



Foto: Marijo Grass


Acceder al recinto supone adentrarse en un laberinto de aromas y colores que exaltan los sentidos. Parece un mercado de brujas y magos, que buscan los ingredientes para su pócima o elixir favorito.



Foto: Marijo Grass



Charlamos, curioseamos y nos dejamos agasajar por vendedores que nos invitan a té y dulces exquisitos. Robert compra azafrán iraní, comino, menta y tomillo, elegidos entre cientos de variedades; además de hierbas aromáticas, como las que venían de Egipto y se llevaban a palacio, para hacer la comida de los sultanes durante el Imperio Otomano.



Foto: Marijo Grass



Salimos de allí como si lo hiciéramos de un cuento exótico y tradicional. Empieza a caer la noche. Las mezquitas, iluminadas, dibujan un nuevo perfil de la ciudad. El bullicio inunda calles y plazas incrementando su vitalidad al finalizar la jornada; enfatizando su riqueza y diversidad.



Foto: Marijo Grass



Después de callejear un poco más, Robert sugiere reponer fuerzas con un típico bocadillo de pescado, de los que venden en las barcazas amarradas al borde del agua. Con el estómago lleno, empiezo a sentir que decaigo. Necesito descansar un rato.




Foto: Marijo Grass



—¿Dónde te alojas? Puedo acompañarte, y de paso tomamos un té en el camino, o escuchamos música en una haima—propone, animado.

—No he buscado hotel todavía. He llegado esta mañana—respondo, volviendo a la realidad después de una intensa jornada, como una Cenicienta cualquiera, a punto de perder los efectos de la magia que le ha regalado su hada.

—Bueno, eso no es problema. Tengo sitio de sobra en un palacio—afirma complacido.

—¿Acaso eres un príncipe?—pregunto irónica.

—Destronado, pero conservo los privilegios—afirma con una sonrisa, cercano.


Cogemos un taksi y ponemos rumbo al lado asiático.



Foto: Marijo Grass



Durante el trayecto me explica que es interiorista, además de experto en Ikebana. Lo ha fichado la cadena de Hoteles W para incorporarse al equipo de decoración del W Athens Astir Palace Beach, cuya inauguración está prevista para 2013. Le citaron en la sucursal de Estambul para mantener unas cuantas reuniones y firmar su contrato. También me cuenta que su novia lo abandonó el día que le ofreció un anillo de compromiso, después de recibir la propuesta de trabajo. Yo confieso que he perdido el mío, y a mi pareja, tras conseguir que fuera un éxito su espectáculo, y que he venido aquí huyendo de mi pasado.


—Wow! —exclamo, al recorrer una habitación más grande que mi casa, con una cama de 2x4, una terraza paradisíaca y un baño digo de una princesa oriental.

—Esto es auténtico lujo asiático —afirma entre risas —. Disfrútalo. Ahora tengo que dejarte para cerrar algunos asuntos —. Me sujeta el rostro con ambas manos; acaricia mi pelo, echándolo hacia atrás, delicado; besa mi frente con ternura y desaparece, dejando su palacio a mi cuidado.


Me tumbo en la cama de golpe como si me hubiera hipnotizado. Un rato más tarde me preparo un baño con esencias de flores y me relajo.



Foto: Marijo Grass



Me despierto de madrugada, sintiendo su calor en mi espalda. Observo su expresión durante unos minutos. Es tierno, gentil, y bastante guapo. Por la mañana encuentro una nota, junto a un precioso y minúsculo broche floral improvisado.


“Gracias por compartir conmigo tu escapada y devolverme la fe en las mujeres luminosas, como la flor de loto. Y a Orhan Pamuk, por brindarnos la oportunidad de cruzar nuestros caminos. Espero verte de nuevo en cualquier rincón del mundo y que me regales un fuerte abrazo.


PD: En la India, la flor de loto simboliza todo lo que es bueno. Está asociada a Maha Lakshmi: la diosa de la abundancia, quien provee de pureza, generosidad y prosperidad. Esos son mis deseos para ti.
Adjunto correo y teléfono, por si te apetece contarme el final de tu aventura. Puedes quedarte en el hotel; solo tienes que comunicar la fecha de salida en recepción.

Un beso. Good luck!

Robert.”


Después de una ducha revitalizante y un opíparo desayuno, salgo a la calle, eufórica, agradecida; con la imagen de su sonrisa en mi cabeza como guía; dispuesta a visualizar el futuro; a encontrar un poco de inspiración en esta fascinante ciudad, llena de vida.



Foto: Marijo Grass


CONTINUARÁ

Si tenéis curiosidad por conocer la historia de Robert, antes de llegar a Estambul, podéis encontrarla AQUÍ