8 de abril de 2010

TRADICIÓN, DEVOCIÓN O COSTUMBRE

Foto: Marijo Grass


Hace un par de días, mientras desayunaba temprano, intentando recuperar la rutina, leí en un diario digital: “Los Obama han celebrado la Pascua con el tradicional festival infantil, rodeados de 30.000 personas que consiguieron su invitación a través de un sorteo por Internet”, además de un grupo de celebridades entre las que destacaban: deportistas, actores, escritores o cocineros; quienes amenizaron los juegos leyendo cuentos o enseñando a los niños a comer fruta y verdura en un ambiente saludable, con sesión de yoga y todo.


Me llamó la atención descubrir que, la famosa carrera de los huevos de Pascua

(Easter Egg Roll) fue introducida como fiesta tradicional en la Casa Blanca por el Presidente Rutherford B. Hayes en 1878; se abandonó durante el mandato de Rooselvelt y fue recuperada por la Sra. Eisenhower, quien permitió por primera vez que asistieran niños negros. Los Obama invitan parejas gay y transexuales con sus hijos, aunque parece que no es la primera vez.


Bajo el eslogan ”Ready, set, go”, han hecho de anfitriones perfectos fomentando la campaña que lidera Michelle (Let´s Move), con la intención de combatir la obesidad infantil además de promulgar su compromiso medioambiental; por eso han utilizado comida orgánica en los talleres, y las bolsitas de caramelos que regalaban eran de plástico reciclado.


Los huevos de Pascua conmemorativos, con los autógrafos del Presidente y la Primera Dama, que comercializa la National Park Fundation para sufragar la carrera, se pueden adquirir en la web al módico precio de 7´50$ , y como sobran excedentes del pasado año los liquidan a 4$.


Esta mañana he visto las monas y huevos de chocolate de rebajas en la panadería de mi barrio. Me he encontrado a un amigo recién llegado de Portsmouth, en el Condado de Hampshire, que ha visitado su casa familiar y ha participado con sus hijos en la carrera: la misma tradición americana, sólo que los ingleses pintan los huevos y también compiten por la mejor decoración.





Foto: Daniel Ogren. www.nationalparks.org


Mientras los invitados a la Casa Blanca disfrutaban de su tradicional Easter Egg Roll y mi amigo pintaba huevos en Portsmouth, yo he celebrado la Pascua con mi familia al estilo español: degustando exquisitas monas, torrijas y toneladas de chocolate, olvidando por completo la comida sana que promueve la Sra. Obama, y regalándome un par de kilos conmemorativos.


También he aprovechado estos días para indagar si, en un lugar en el que las tradiciones se remontan a siglos atrás, mantenemos los rituales por costumbre, por nuestras creencias religiosas, o porque cualquier excusa es buena para gozar de unas pequeñas vacaciones al inicio de la primavera.





Foto: Marijo Grass


Mi investigación empezó el Domingo de Ramos haciendo de turista. Se me ocurrió preguntar, a algunos de los que me crucé en la calle sosteniendo una Palma, por qué lucían semejante adorno.


Hoy tengo que estrenar un vestido y pasear la Palma que ha comprado mi abuela— me responde una niña, que me hace recordar a la mía, que siempre entonaba aquello de: ”En Domingo de Ramos, quien no estrena no tiene manos”, por eso nos regalaba ese día bragas o calcetines, para no sucumbir a la sentencia del dicho popular.





Foto: Marijo Grass


Es la tradición. Hay que ir al mercadillo y comprar la Palma a los críos— añade una mujer joven al escuchar mis indagaciones.





Foto: Marijo Grass


Es un símbolo de fé, por eso llevamos las ramas de olivo, como los fieles que recibieron a Jesús cuando llegó a Jerusalén a lomos de un borrico— afirman dos señoras de mediana edad casi al unísono, al tiempo que reparo en que no llevan olivo sino hojas de limonero.





Foto: Marijo Grass


Al llegar a mi tierra encuentro unas amigas de mi madre, en una terraza asoleada, tomando el aperitivo. Todas maestras de escuela y oriundas del pueblo vecino de Elche— pero afincadas en el mío desde su matrimonio—. Ellas me regalan su conocimiento con placer y sacian mi curiosidad, además de invitarme a compartir el vermut:


Nena, tenías que haber venido a la procesión de la Burreta, a ver esas Palmas tan bonitas. ¡Si el Ayuntamiento le regala una al Papa, a la Familia Real y al Presidente del Gobierno! Ya verás como el HOLA pone fotos de las Infantas…— suelta Mercedes, la más dicharachera, haciendo honor a su ramalazo cotilla.

Oye, que en Elx es una fiesta de Interés Turístico Nacional e Internacional— añade Paquita con orgullo—. Aunque también lo es en Toledo, o en Calahorra.

Y en Hellín, y en Ocaña— suma Mercedes con notable desparpajo.

La Palma Blanca se exporta desde hace una eternidad a todo el mundo católico— proclama Rogelia—. Y se hacen talleres y concursos, pero las más costosas las hacen las mujeres. Son muchas horas de trabajo, y la técnica es ancestral. Eso sí que es difícil de enseñar. Los hombres no tienen paciencia para andar trenzando Palma.

Mira— dice Mercedes agarrándome por el brazo, con su tono de profe de historia local, justo cuando pretendo alcanzar las olivas—. La palmera datilera es hija del sol y de la luna, y amante de los dos…

¡Ahh!— exclamo asintiendo, al tiempo que libero la mano que estruja mi brazo y consigo acercar el plato de olivas con éxito.

De su relación con el sol, al cabo de 9 meses de polinización, y después de la fecundación, maduran los dátiles; y de su relación con la luna, que es la oscuridad por el encaperuzado, al cabo de otros 9 meses surge la Palmera Blanca— continúa con su relato.

Algunos estudios hablan de su carácter funerario. Dicen que proviene de la mitología clásica— apunta Paquita—. El culto a Proserpina: una antigua diosa de vida, muerte y resurrección. Para los griegos era Perséfone— concluye satisfecha, teniéndome de público entregado: el que no suele disfrutar, con los delincuentes del extrarradio que tiene por alumnos.

La palmera se ata, se encaperuza, después se recoge, se limpia y se le hace el tratamiento. Las hay de todos los tamaños— interviene Rogelia, retomando la parte práctica del asunto.





Foto: Marijo Grass


Y, ¿por qué la ponen en los balcones?— pregunto, para rematar mi clase particular.

Uy, ¡eso es muy antiguo! Antes se decía que en la casa donde se colgaba una palma lisa había un muchacho célibe, y si la ponían rizada se trataba de una joven soltera, pero hoy en día se coloca en el balcón porque ahí no molesta para limpiar— me informa Paquita.

Y hace bonito con los geranios— añade Mercedes.





Foto: Marijo Grass


Esa misma tarde acompaño a mis padres a ver las procesiones. Nos cruzamos por el camino a los nazarenos, ataviados con sus túnicas y los capirotes colgando del brazo, acudiendo a sus respectivas cofradías. Los colores sirven para diferenciar las Hermandades, y el capucho, desde el punto de vista religioso, simboliza el acercamiento del penitente al cielo. Me sorprende la cantidad de jóvenes y niños que participan: todos con sus alforjas repletas de caramelos.





Foto: Marijo Grass


Foto: Marijo Grass


Foto: Marijo Grass



En algunos lugares de España, en especial en la zona levantina y murciana, es costumbre repartir caramelos. Un cofrade me explica que hacen un gran esfuerzo para realizar la penitencia y deben ingerir hidratos de carbono para evitar la fatiga, pero en algunas cofradías está mal visto; se llaman “austeras”, porque sólo proclaman los valores propios de la Semana Santa en las que interviene el recogimiento y la oración.


Cuando era pequeña los caramelos eran del tamaño de una tableta: tenían un nazareno pintado en el envoltorio y en el reverso guardaban una oración escrita. Hoy en día los niños acuden a la procesión con bolsas del súper compitiendo entre ellos para ver quién la llena primero. Se reparten chucherías y hasta patatas fritas. Alguien apunta que, en Murcia, le dieron morcillas una vez; que allí, antiguamente, los huertanos se desplazaban en burros o carretas a la capital y llevaban la comida en los buches de las túnicas para pasar el día; con el tiempo se hicieron más grandes y se llenaron de monas y caramelos para ofrecer a los amigos que encontraban en el camino.


La polémica aparece cada año entre los defensores y detractores del asunto. Una señora, ataviada con sus mejores galas, zanja la cuestión exclamando:


Unos vienen por los caramelos, otros por tradición y otros por penitencia. ¡La cuestión es que vengan! Al fin y al cabo, los caramelos atraen a los niños, que son el futuro de las Hermandades, así que para acercarlos a la Pasión nada mejor que darles caramelos.

Me fastidia que me pregunten quién soy cuando doy caramelos. Yo reparto entre mi familia y algunas chicas que conozco, pero quiero que respeten mi anonimato— interviene un chaval bajo su capucho, al escuchar la conversación que mantengo con su abuela.





Foto: Marijo Grass


El ambiente que se respira es tan jaranero como en las fiestas de Moros y Cristianos que se celebran en verano. Observo cómo algunos costaleros guardan sus petacas de alcohol entre las flores que adornan el Paso (trono), al tiempo que otros se hacen la foto de rigor luciendo sus trajes antes de iniciar la marcha. Nada que ver con el ambiente espiritual, con banda sonora de saetas, que emociona en Sevilla; o el público entregado a su fe, orgulloso de mostrar a los turistas las esculturas de Salzillo en las calles de Murcia. Aquí las procesiones simulan una prolongación del Carnaval.





Foto: Marijo Grass


Y los cofrades parecen de una misma familia; con sus Manolas, que representan las viudas que lloran la muerte y resurrección de Cristo, ataviadas con mantillas negras sobre la peineta, ofreciendo la imagen de autoridad respetable del clan.





Foto: Marijo Grass


A medianoche arrancará la procesión del silencio, que bien podría llamarse de la oscuridad; las calles se apagan y la única luz proviene de sus cirios, las túnicas son de color negro y a mi me resulta bastante siniestro, quizás porque tengo un recuerdo terrorífico de mi infancia al verla pasar, acompañada de esos tambores que consiguen que vibre el suelo bajo nuestros pies con su BOOM, BOOM, BOOMM..


Llevamos varias horas de pie y continúan saliendo procesiones, pero los niños y los mayores están cansados así que decidimos regresar a casa.





Foto: Marijo Grass



El Jueves Santo, la Iglesia Católica conmemora la institución de la Eucaristía en la Última Cena, y en la parroquia se celebra una misa en la que representan el lavatorio de pies, que es el momento en que Jesucristo llega al cenáculo y lava los pies a sus Discípulos uno a uno. Mi madre comenta que este año lo harán niños en vez de los abuelos del asilo, que siempre se pone malo alguno con la trapisonda. Como ella está metida en asuntos sociales, y este es un evento al que acuden todas las autoridades locales, me pide que asista con ella.





Foto: Marijo Grass



Allí me encuentro de nuevo a sus amigas, y también a mis compañeras de Primaria. A algunas me cuesta reconocerlas porque tienen hijos mayores y han decidido adoptar el aspecto de sus madres. La mediana de “las Marías” me saluda al terminar la celebración. Compartí colegio con Clara María, Ana María y Luisa María. Durante dos cursos me tocó el pupitre contiguo al de Ana, que se declaraba atea, con 12 años, para fastidiar a su familia: conservadora y, en apariencia, muy religiosa. Le pregunto qué tal le va y si ha retomado su educación católica o viene a Misa porque es un evento social que reúne a toda la comunidad. Me responde que, viviendo en un pueblo participas de cualquier celebración si no quieres que te señalen con el dedo y te pongan etiquetas, aunque ella pasa una semana en un Monasterio budista cada año, pero no se lo ha dicho ni a su marido ni a sus hijos, que creen que se va a un balneario con sus amigas. Y que ya tiene bastante con sus hermanas, que han sido protagonistas de las habladurías durante el último año.


Como no quiero mostrar mi curiosidad por sus desgracias familiares no le hago ningún comentario al respecto, pero la acompaño a La Paraeta, a comprar chuches a su hijo menor y unos cigarritos sueltos para ella. Siempre declaró que no fumaba pero nunca ha abandonado la costumbre de comprar cigarrillos sueltos, que consume en ocasiones especiales y guarda celosamente en una pitillera que le regaló un novio adolescente, y que todavía conserva.





Fotos: Marijo Grass


La Paraeta es un kiosco cercano a la Parroquia que siempre está abierto. Era nuestro punto de encuentro al salir del colegio y allí comprábamos pipas, chicles, sobres sorpresa o caramelos, y las mayores cigarritos sueltos. También se cambiaban cómics o libros, y parece que lo siguen haciendo.





Foto: Marijo Grass


Ana enciende un cigarrillo, se despide de su hijo, que va a participar en la siguiente procesión y, quizás porque el tiempo y la distancia me han convertido en una extraña, decide desahogarse contándome los sinsabores que azotan las vidas de sus hermanas.


Al parecer, Clara, que es la mayor, siguiendo los designios de la familia, estudió arquitectura técnica como su padre, aunque jamás ha ejercido. Se casó con un marmolista, amigo de él, cuyo tren de vida, a pesar de ganar mucho dinero con la construcción, siempre estuvo por encima de sus posibilidades. Con la crisis su negocio se encuentra a las puertas de la bancarrota; su colección de amantes, más numerosa que la de Tiger Woods, se ha hecho pública, y el tipo ha vendido casa y coche para hacer frente a sus deudas, pero conserva su moto de gran cilindrada y no renuncia a sus excursiones a los puticlub de la zona como ha hecho siempre. Ella, después de buscar inútilmente trabajo como secretaria, se ha colocado de cajera en la tienda de congelados de su tía, y mantiene la relación con el padre de sus hijos, del que nunca estuvo enamorada pero le sirvió para contentar a su familia, porque no soporta la idea de vivir sola, y acostumbrarse a otro hombre le parece imposible, aunque la señalen por la calle como la cornuda mayor del pueblo. Supongo que para una mujer que ha vivido con dos asistentas, dedicando sus esfuerzos a las causas benéficas, ha debido resultar un buen golpe.





Foto: Marjo Grass


Luisa, la pequeña de las tres, protagonizó hace poco el último escándalo. Parece que se estaba tirando desde hacía años a su jefe: presentador estrella de la televisión local y felizmente casado con una abogada de éxito. El marido de Luisa, que siempre le profesó una devoción poco común, la descubrió el día que se dejó olvidado el móvil en el baño, y no se le ocurrió otra cosa que llamar en directo al programa y soltarle los perros retándolo para pegarse guantazos, como si fueran matones en una película de vaqueros, además de despotricar contra ella llamándola putón de feria, en horario infantil, con sus hijos presenciando el programa en el comedor de su casa. Luisa, enfurecida, lo acabó de estropear contestando al marido en directo, y soltando que era un flojo, aburrido, ermitaño y mal follador, y que estaba harta de hacer siempre lo mismo.


Como resultado, sus hijos no quieren ir al colegio para evitar las burlas de sus amigos, pero el programa ha alcanzado una audiencia que incluye a los pueblos vecinos, y les llueven contratos publicitarios. A ella le han ofrecido un espacio propio doblándole el sueldo, y el presentador estrella continúa con su abogada de éxito, felizmente casado, y su popularidad ha ganado enteros.


Ana me explica que está harta de sus hermanas. A ella, que también es abogada como su marido, le va muy bien porque la crisis les ha proporcionado mucho trabajo liquidando empresas, y además es feliz con sus rutinas y escapadas a la India secretas. Dice que su espíritu rebelde se murió cuando tuvo a sus hijos, y que en el budismo ha encontrado la paz, y en él se refugia cuando lo necesita.





Foto: Marijo Grass


Me despido de ella con un montón de interrogantes en mi cabeza. Sigo sin entender por qué algunas personas se aferran a relaciones que no les llenan, a tradiciones que ni conocen ni les interesan, pero las asumen como legado de su educación, su cultura o lo que sea. Me pregunto por qué resulta tan complicado salir del huevo, modificar las costumbres o crear otras nuevas, dejar atrás el pasado e intentar ser uno mismo actuando en consecuencia.





Foto: Marijo Grass


Recupero a mi madre a la salida de la Iglesia. De camino a casa nos cruzamos con una banda de música ensayando en una plaza, algo bastante frecuente en estas tierras. Decidimos sentarnos en un banco a escucharles, porque amamos la música y siempre ha estado presente en nuestras vidas, y ese es un legado que ambas queremos conservar porque nos enriquece y nos llena.





Foto: Marijo Grass