22 de septiembre de 2011

SÚPER PAM

Foto: Marijo Grass


Debo estar soñando; todavía llevo aparato dental. Celebro mi octavo aniversario en el parque de Los Tilos: el que está en un extremo de la urbanización a la que nos hemos mudado ese mismo año. Mamá está de viaje y no ha podido ocuparse de nada, muy a su pesar, así que mi abuela, que ha venido a cuidarme, ha preparado una merienda sencilla y nos ha llevado al parque. Mis nuevas amigas están como locas y han empezado a llamarme Súper Pam — tras pegarse un atracón de bocadillos de Nutella y Coca Cola sin cafeína—, porque he conseguido meter a Ginés en un tonel, después de recibir unos cuantos empujones y observar atónita cómo su balón se estrellaba en mi tarta, antes de que soplara las velas; una especie de venganza personal contra los chicos aguafiestas, que todas aplauden eufóricas y secundan con avidez. Lo tumbamos y hacemos rodar, al tiempo que Fran, su colega, nos obsequia con puñados de tierra y Ginés grita mi nombre, desesperado, para que lo saquemos de allí cuanto antes. Creo que se está asfixiando; el tonel es de plástico y el calor aprieta.




Foto: Marijo Grass

—¡¡¡PAMELAAA!!! —escucho vociferar a mi madre al tiempo que mis recuerdos de infancia se evaporan y me despierto. A continuación, estiro el brazo, agarro un almohadón y lo encasqueto en mi cabeza —. Pam, ¿estás lista? —Irrumpe en mi habitación con su estrés matutino habitual—. Pero, ¿todavía en la cama? ¡Haz el favor de levantarte o llegarás tarde a clase! ¿No habías dicho que vendrías conmigo? Tengo una reunión muy importante y no me apetece pasarme una hora atrapada en un atasco. Podemos desayunar juntas en la ciudad, si quieres.

—¡Jo, Mamá, son las siete de la mañana! No tengo clase hasta las 11.

—Pues, tendrás que ir en tren. Por cierto, ¿has decidido ya qué quieres hacer por tu cumpleaños? Solo espero que me lo expliques con suficiente antelación. Ya sabes que no me gusta trabajar a contrarreloj. Las cosas nunca salen bien si no se planifican antes.

—Sí, mamá; lo sé. He escuchado esa frase a diario desde que tengo uso de razón.

—Al final acabarás comiendo pizza y patatas fritas en un antro, con ese puñado de fumetas que tienes por amigos. Hundirás mi reputación en un solo día.

—No fumo porros, mamá. Y es mi fiesta. Deja que me ocupe yo solita.



Foto: Marijo Grass


—Está bien. Me voy. Tu hermana está desayunando con Pocoyó. Procura echarle un vistazo hasta que llegue Dolores y la lleve al colegio, no sea que empiece a cambiar de canal y se quede enajenada con la Teletienda. No me parece adecuado para una niña de 6 años. El otro día vi en su diario la lista de regalos que ha hecho para Reyes y solo había pegado una foto de una motosierra, un juego de cuchillos de carnicero y una faja vibradora para conseguir un vientre perfecto.

—Pero, ¡si ella no está gorda! Además, faltan un puñado de meses para Reyes y, ¿por qué lees su diario? Tú misma le explicaste que era un cuaderno secreto.—Me vuelvo a tumbar en la cama porque ya no me oye. Ha salido como una exhalación sin escuchar mi réplica, como hace siempre.



Foto: Marijo Grass


Me pregunto para qué quiere la pitufa un juego de cuchillos y una motosierra. A lo mejor es una serial killer precoz y quiere cargarse a su maestra. Ayer, cuando la recogí a la salida del cole, estaba la mar de mosqueada; la habían sacado a la pizarra, delante de todos, a leer en voz alta, y no consiguió terminar una sola línea. Cambia el orden de las letras, omite algunas, y si escribe lo hace al revés, como en un espejo. Imagino que aguantar las risitas burlonas de los gilipollas de su clase no es fácil para ella; lo sé por experiencia. A pesar de que es muy lista y dibuja de la ostia, está descubriendo su neurona estropeada, igual que todas las mujeres de la familia; vamos, que también es disléxica. Y mi madre, como está tan ocupada desde que la han hecho socia de la empresa, no se ha dado cuenta todavía, o no quiere hacerlo porque lo ha pasado de pena conmigo y con su curro, y ahora le van bien las cosas, y sería muy duro no poder disfrutar de su éxito, por lo menos durante un tiempo. Encima, a medida que se acerca mi cumpleaños la noto más histérica. Supongo que asumir que tiene una hija a punto de cumplir 18 la pone de los nervios, porque eso significa que ella se está haciendo vieja.




Foto: Marijo Grass


Doy unas vueltas en la cama buscando una postura cómoda, pero mi madre ha conseguido despejarme y no puedo seguir durmiendo. Me levanto, voy al baño; después de hacer mis cosas me dirijo a la cocina en bragas y camiseta. Tatiana está sentada en el suelo con un paquete de folios y un bote de pegamento. Ha tirado la bolsa de cereales y está haciendo con ellos un cuadro estupendo. La tele pequeña está encendida pero no aparece Pocoyó sino el canal de Teletienda.

—¡Oh! ¡Qué bonito, Tati! —exclamo, al tiempo que me siento junto a ella y admiro su obra de arte.

—¿Te gusta?

—¡Me encanta!

—Seguro que a mamá no.

—¿Por qué no?

—Porque se han caído los cereales, Pam.

—No te preocupes; no se va a enterar. Después te ayudo a barrer los que te sobren.

—¡Vale! —Y continúa pegando Miel Pops de Kellogg´s sobre el papel, decorando los animales salvajes que ha dibujado antes. En ese momento aparece el anuncio de la faja vibradora en la tele. Se levanta como un resorte para verlo y suelta una de sus carcajadas de pajarito.

—¿Se puede saber qué te hace gracia?

—¡Es un cinturón de la risa!

—No entiendo.

—Hace cosquillas, y las cosquillas dan mucha risa. Se lo voy a pedir a los Reyes Magos. —Y se sienta de nuevo a continuar su trabajo manual. Estoy segura que también tiene una explicación convincente para la motosierra, pero no le pregunto o pensará que soy yo la que lee su diario. Es disléxica no gilipollas, como algunos niños de su clase, que se creen más listos que Einstein: ese científico con cara de loco que inventó la relatividad, que aparece en un millón de carteles sacando la lengua y es clavado al de Regreso al Futuro. Tengo un par de sus frases lapidarias colgadas en el corcho de mi habitación: “Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas” Aunque para el asunto de Tati creo que pega más la segunda: “Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy tan seguro”.


Foto: Arthur Sasse. 1951


Salgo de la cocina y se me ocurre llamar a Jane, pero antes observo por la ventana al capullo de Ginés, mi vecino, desde la acera de enfrente, haciendo gestos obscenos y señalando mis bragas. Le regalo un corte de mangas, acompañado de una mueca, y desaparezco de su vista moviendo el culo como una de esas petardas, con tetas como globos, que salen en los cómics que le gustan. Supongo que no me ha perdonado que lo metiera de niño en un tonel.


Foto: Marijo Grass


—Hey, ¿qué haces? —pregunto a Jane cuando descuelga.

—Estoy en el metro. Voy a clase.

—¿Te apetece que quedemos luego?

—¿Cuándo?

—No sé, más tarde. Al mediodía o así. Podríamos echar un vistazo al mercadillo de la Plaza del Centro.

—Tengo mates a última hora.

—No seas plasta. Siempre sacas sobresaliente. ¿Para qué narices quieres ir a clase?

—Está bien. Quedamos en el paseo a la una, donde se ponen los del Top manta.

—OK, sister. Nos vemos.


Es alucinante lo bien que nos llevamos ahora. Y pensar en lo mucho que la odiaba… Jane es hermana de mi hermana; su padre es ahora mi padre. Bueno, en realidad no lo es pero vivimos juntos y nos llevamos bien porque es un tío enrrollado. Recuerdo cuando empezó todo; no soportaba el asunto de los hermanastros, porque ya tenía dos, pero como eran chicos, no me importaba tanto. El padre de Jane es el segundo marido de mi madre, sin contar a mi verdadero padre, a quien jamás he tenido el placer o la desgracia de conocer. Ni siquiera estoy segura que sepa de mi existencia, entre otras cosas porque mi madre nunca tuvo claro cual de los tres polvos que pegó esa semana fue el responsable de que yo aterrizara en este mundo, y tampoco ha vuelto a saber nada de ninguno. Por aquél entonces estaba en Londres divirtiéndose, gracias a la paga que le ingresaba la abuela para aprender el idioma; asistía a muchas fiestas y conocía un montón de músicos. Ella no suele hablar de esa época, pero siempre me la he imaginado como una groupie.



Foto: Marijo Grass


La cuestión es que, una vez en España, empezó a trabajar como organizadora de eventos, al tiempo que me cuidaba mientras hablaba por teléfono. Había decidido tenerme, y eso no implicaba renunciar al trabajo que le gustaba. En realidad no sé si le gustaba pero era lo único en lo que tenía experiencia, y no se le daba mal, aunque esa experiencia consistiera básicamente en disfrutar como una loca y ponerse hasta el culo de copas en la noche londinense. Consiguió convencer a un jefazo del Ayuntamiento para que le diera la oportunidad de organizar una fiesta popular con espectáculos incluidos. En ese instante empezó su carrera profesional. También ella había pasado un infierno en el Instituto, pero nunca le diagnosticaron dislexia, quizás porque no se había inventado todavía, por eso se largó a Londres a buscar inspiración, que paliara la desazón por su fracaso académico. Regresó dos años más tarde, embarazada, con el firme propósito de salir adelante por sus propios medios.



Foto: Marijo Grass


Uff, hace un calor sofocante. Parece mentira que estemos en septiembre. He llevado a Tatiana al cole en contra de su voluntad. Me ha sacado dos euros en pegatinas a cambio de quedarse en la fila con el resto de su clase. Dolores se ocupa de limpiar el pegamento que ha dejado la pitufa en el suelo de la cocina. Imagino que tiene trabajo extra para rato. Me dirijo caminando a la estación. El sol me achicharra la cabeza. Empiezo a notar un ligero picor en la sien. Saco del bolso un foulard. Envuelvo mi pelo con él y lo enrollo igual que las mujeres de Mali o Senegal. En ese momento aparece Ginés en su cutre Vespino de color cereza, que ha heredado de su abuelo, haciendo un caballito.

—¿Te llevo?

—¿Tú qué crees?

—Tienes una serpiente de trapo en la cabeza.

—Si te pasas un pelo la suelto y verás lo bien que muerde.

—¿Por qué eres tan estrecha? Seguro que te follan mal.

—Y a ti no se te levanta.

—Cuando quieras te hago un favor y sabrás lo que es navegar a toda vela.

—Siempre y cuando tu madre cambie las sábanas para que no haya rastro de tus pérdidas.


Touché
. Creo que he ganado la batalla, o puede que no haya escuchado mi último comentario. Ha pegado un acelerón desapareciendo al final de la cuesta. Al cabo de un rato, sudando como un pollo al Ast, llego a la estación. Ahí están todos, como siempre, vegetando y fumando porros. Viendo pasar trenes como quien se fuma su existencia a ráfagas, poco a poco, mientras envejece. Ninguno sabe qué hacer ni se molesta en averiguarlo, pero eso no debería criticarlo porque yo tampoco lo tengo claro. Además, he pasado un sinfín de días sentada en ese banco hasta casi perecer de aburrimiento.

—¡Eh, Súper Pam! ¿Te quedas un rato? —me suelta Lobo. En realidad se llama Fran pero lo llamamos Lobo, porque cuando va ciego, en vez de reírse aúlla.

—No, gracias. Voy a coger el tren.

—¡Tú te lo pierdes!




Foto: Marijo Grass


Me alejo, dispuesta a cruzar el andén. Obsequio a Lobo una mirada de hastío. ¿Se puede saber qué me pierdo? Contemplo una pandilla de adolescentes desencantados, como yo; o puede que una colección de vagos, también como yo, o quizás no tanto. Pronto, todos ellos echarán raíces sobre una plataforma de cemento; acto seguido subo al tren, me siento y me deprimo. ¡Mierda, debería estar eufórica! El mes que viene cumplo los 18; no sé qué voy a hacer con mi vida. Conecto el Ipod. Empieza a sonar un tema de Maldita Nerea, “Por el miedo a equivocarnos”.




Foto: Marijo Grass


CONTINUARÁ