“ El sexo forma parte de la naturaleza. Y yo me llevo de maravilla con la naturaleza”
Marilyn Monroe
Era la segunda vez que pisaba Amsterdam: un lugar donde las casas parecen deliciosas galletas de chocolate y la diversidad de modelos de bicicletas, que circulan por sus calles, sorprenden al visitante por su exclusiva originalidad. La primera fue tan breve que me proporcionó tan solo un par de anécdotas que contar.
Cursaba mi primer año en la Universidad, y en aquella tarde de primavera se había desatado una fuerte tormenta, como suele ocurrir en Valencia: nunca llueve pero, cuando sucede, todo se inunda. Si hay algo que caracteriza esta ciudad es que cualquier acontecimiento se produce y se celebra, no a lo grande, sino a lo bestia.
Saliendo de una exposición en la famosa galería Luis Adelantado— lugar de peregrinación obligado para todos los que soñábamos con un futuro en el mundo del ARTE—, me crucé con una señora muy bien vestida de unos treinta y tantos, cargada con un maletín gigante, unos tubos de los que se utilizan para guardar dibujos o planos, un cochecito muy moderno ocupado por una niña pequeña y un gran paraguas multicolor, con el que ensayaba malabarismos para llegar a una plaza situada a la vuelta de la esquina, en busca de un taxi que evitara que ambas se dieran un baño. El caso es que la vi tan abrumada que me ofrecí a ayudarla con los bártulos hasta la parada más cercana; 10 minutos más tarde me había contratado como canguro.
Cuando me presenté por primera vez en su casa descubrí que era holandesa y diseñaba unas lámparas increíbles. Al cabo de dos meses me pidió que la acompañara un fin de semana a Amsterdam, para cuidar de la niña mientras ella se reunía con sus fabricantes o salía por las noches a explayarse, lo que me dejaba un par de mañanas para pasear a mi aire, en las que sólo recuerdo haber visto algunos cuadros de Van Gogh y que, al pedir la cuenta en un café, con el ticket y el cambio no me dieron una tarjeta o unas cerillas, ni siquiera una chocolatina, un condón o un porro— teniendo en cuenta el lugar, tan permisivo en materia de vicios y pasiones—; me regalaron “chuches”: golosinas de cualquier formato y color. A esto se reducía mi experiencia holandesa.
Años más tarde y con mi licenciatura a cuestas, mi amiga Katy, oriunda de Utrech y compañera del Workshop que cursábamos en la FEMIS— la escuela pública de cine en Paris—, me invitó a visitar su tierra: KOEIENLAND, el paraíso de la vaca lechera, o eso es lo que representan los souvenirs del lugar, que puedes encontrar en cantidades industriales en los alrededores de la Plaza del Dam, frente al Palacio Real; además de zuecos, tulipanes y molinos de viento; como el toro, los abanicos y las sevillanas en España, aunque muchos turistas se compren sombreros mejicanos o confundan las castañuelas con cucharas soperas para tomar gazpacho andaluz: nuestra sopa de verano más internacional, gracias a las mujeres de Almodovar y sus ataques de nervios.
Bueno, en realidad nosotras íbamos a un lugar llamado Naarden, a 15 minutos de la capital, donde vivía la madre de mi amiga con su nuevo marido, hijos y suegra, pero como se ausentaban una semana para navegar por el Nilo en un viaje organizado, pensábamos “okupar” su casa y disfrutar unos días del paisaje campestre y sus vacas de postal, además de realizar unas cuantas visitas al Rijksmuseum a contemplar a Rembrandt: imprescindible para aprender a iluminar rostros con absoluta emotividad.
Era la excusa perfecta para olvidarme del cretino de Antoine. Que ¿quién era Antoine? El tipo que dirigió la película en la que habíamos trabajado durante los últimos tres meses, pero debo reconocer que al principio me gustó. Y, ¿por qué me gustó si era un cretino? Porque siempre he demostrado una habilidad extraordinaria para ligar con tíos inconvenientes, como si tuviera un imán instalado en el cerebro. Casi podría considerarlo una de mis aficiones artísticas, como predicar en el desierto: te sientes la más original a sabiendas de que vas a acabar como una colilla. Te dejas encandilar por su capacidad de seducción, su discurso erudito o su mirada leonina. Mi hermana lo llama masoquismo, yo adicción. Algunos se drogan, otros se emborrachan, a mí me da por enrollarme con hombres canallas.
Nos conocimos en el Workshop y la mala fortuna nos reunió en el mismo equipo. Como mi formación previa era en Bellas Artes y la de Katy en Diseño nos asignaron el departamento de Dirección Artística, aunque ella estaba matriculada en Edición y yo en Fotografía. Antoine había cursado una carrera de Humanidades y su padre representaba a unos cuantos directores de culto, así que sus credenciales y las oportunas llamadas de su progenitor a la Escuela lo colocaron enseguida en el rol más demandado por el grupo: el director del proyecto.
Todo el mundo, más o menos iniciado en estos menesteres, sabe que producir un cortometraje es equivalente a hacerse el harakiri, y si tu nombre va a aparecer en los títulos de crédito como jefe de equipo tendrás que clavarte una nueva daga cada día de rodaje, porque da igual el cargo que ocupes: te comerás el mismo bocata rancio, acudirás de madrugada a descargar la furgoneta y apagarás fuegos en otras hogueras aunque no sean las tuyas porque, en el mundo de las peliculitas una sirve igual para arreglar el roto que para hacer el descosido.
Foto: Marijo Grass
Antoine estaba empeñado en hacer una nueva versión de un corto de Pascal Aubier: un cineasta francés que había trabajado como asistente de todos los grandes de la Nouvelle Vague. La había visto siendo un niño y le había impresionado de verdad.
Se titulaba: La mort du rat.
La película empieza con una secuencia de una fábrica de guisantes que se repite de forma monótona, como un bucle sin fin, hasta que las máquinas envasadoras se estropean y el equilibrio se destruye. El ritmo cambia mientras un hombre es despedido por sus jefes. Regresa a casa y se enfada con su esposa, quien a su vez riñe a su hijo, que le da patadas a su perro, quien persigue a un gato que intenta matar a una rata. Se trata de una cadena causal de acontecimientos que cada protagonista traslada a la siguiente tragedia hasta el final. Lo inevitable de la cadena está subrayado en las escenas finales, que son imágenes repetidas de la rata corriendo para salvarse. Cada vez que está a punto de conseguirlo la escena empieza otra vez, hasta que el gato destruye a su presa. En definitiva, el film plantea la importancia del lugar que ocupa el ser humano en esa mórbida cadena causal.
Antoine decía que aquello era Cine Etnográfico y que nosotros íbamos a hacer un remake, pero sólo con ratas escondiéndose en las alcantarillas de París o corriendo por la calle, mezcladas con planos de gente haciendo lo mismo al regresar a su casa después del trabajo un día tras otro. En fin, quería hacer una película infumable y encima nuestro trabajo se reduciría a conseguir ratas y, según sus órdenes, a amaestrarlas.
Por fortuna logramos convencerlo para cambiar los asquerosos roedores por un grupo de personajes con trabajos alienantes, que trataba los problemas de filosofía de la percepción que tanto le gustaban. El asunto es que acabamos emborrachándonos una noche, después de una larguísima jornada, y me lié con él. Que ¿cómo pude liarme con él? Pues muy sencillo, y no voy a echar la culpa a la borrachera:
Antoine era muy elocuente, sabía mucho de cosas que yo ignoraba por completo, y hay toneladas de asuntos que me fascinan pero soy incapaz de ponerme a leer y aprender sobre ellos porque me aburren; como esas películas de cine soviético, del tipo “La madre” de Pudovkin: el rey del montaje constructivo, que me resultan un tostón sólo apto para intelectuales, y yo no formo parte de esa tribu; o “Alexander Nevsky” de Eisenstein: un rollo bélico que le encanta a los tíos. A mí me hace más gracia la parodia de Nora Ephron en “Algo para recordar” ( Sleepless in Seattle), cuando Rita Wilson— que hace de hermana de Tom Hanks—, rememora la escena del film original de Leo Mc Carey´s, en la que Deborah Kerr le da plantón a Gary Grant en el Empire State el día de San Valentín porque tiene un accidente al bajar del taxi, y se emociona de tal manera al contarlo que Tom Hanks y el marido de la Wilson en la película, que no me acuerdo como se llama, empiezan a criticarla diciendo que esas son pelis idiotas para tías desesperadas, pero entonces ellos empiezan a recordar una bélica y acaban llorando también, lo que demuestra que no nos interesan ni emocionan las mismas cosas, o quizás es que yo soy tan superficial como el personaje de Rita Wilson en esa película.
Y volviendo al tema de todo lo que me aburre: digamos que puede dejar de aburrirme si encuentro a alguien que me lo cuenta con gracia, entonces se despierta mi interés de repente, no sólo por la historia en cuestión sino por la gracia que le pone el tío que me la cuenta.
Siempre que he sucumbido en los brazos de alguno, con el que no había tenido una colección de citas previas para desarrollar el romance, ha sido porque me ha entretenido contándome cosas que se convierten en interesantes porque ÉL las ha hecho amenas y divertidas; bueno, si además tienen los ojos oscuros y un buen culo, supongo que también influye.
Aquella noche Antoine me empezó a hablar de filosofía. Yo siempre me quedaba dormida en esas clases cuando cursaba el bachillerato, o mataba el tiempo dibujando así que, jamás aprendí nada que me pareciera interesante pero, esa noche, Antoine me empezó a hablar de la postmodernidad y el desencanto, de la búsqueda de lo inmediato, del culto al cuerpo y la liberación personal. Entonces pasó lo que pasó: acabamos rindiendo culto al cuerpo para liberarnos personalmente de todo el estrés que llevaba consigo la preproducción de la película.
Al día siguiente, inexplicablemente, empezó a tratarme como su esclava, por lo visto ésa era la consecuencia directa de haber sucumbido a sus encantos y reírle las gracias la noche anterior, así que lo envié al cuerno, pero no me quedó más remedio que continuar trabajando con él y, como podréis imaginar, fue como pasar un trimestre en el infierno con un mamarracho al lado haciendo de Lucifer.
Por eso la propuesta de Katy para instalarnos en los alrededores de Amsterdam, tras finalizar el rodaje, me pareció de lo más reconfortante.
Es evidente que el proceso de globalización empezó con la comida en el momento en que la gente empezó a viajar por Europa de forma habitual. En todas partes puedes encontrar una Caesars Salad o Salade Niçoise, además de las versiones autóctonas como la Salade Met Geitenkaas: con base verde y aderezada con bacon, pipas, queso de cabra y aliño de miel. O la Gerookte Kipsalade: ensalada de ahumados con mayonesa de curry.
Nos encontrábamos en el 1e KLAS GRAND CAFÉ. Katy se empeñó en que tomáramos un brunch en la misma CENTRAL STATION antes de coger un tren de cercanías hacia Naarden.
Aquél lugar me recordaba el café del Hotel Oriente de Barcelona, el Gijón de Madrid o Le café de Flore en St Germain de Près, en Paris: lugares que respiran un aire decadente y que resultan a la vez misteriosos y atractivos, con camareros que parecen integrados en el mobiliario fastuoso y tradicional.
Intentando descifrar la carta para decidir algo nuevo que probar observé que, el plato que hacía las delicias de los niños holandeses de la mesa contigua era un Frietje Met Kroketje: un puñado de patatas fritas acompañando una croqueta de carne gigante con aliño de compota de manzana. Como no soy devota de las croquetas gigantes me decidí finalmente por la Salade Niçoise.
La curiosidad culinaria, sumada a la devoción por incorporar vocablos nuevos a mi diccionario particular, me entretuvo un buen rato con la lectura de la carta de vinos, donde descubrí que casi todos eran de importación y la mayoría de origen africano: desde el Huiswijnen, que así llamaban al de la casa, hasta el Rosè wijnen, Whitte wijnen, Rode wijnen y Dessertwijn. Me pareció que mi primera lección de idioma local no estaba mal para empezar. Continué con el Muier Koffie, Koffie brazil, Koffie dom, Irish koffie y French koffie.
Al examinar el carrito de postres, que iba y venía sin descanso por el pasillo, empujado por un hombre uniformado con aspecto de vivir pegado a él, llegué a la conclusión de que estaba en un país de texturas chiclosas: ¡todo era blando! El concepto “ crunchy” resultaba inconcebible en un lugar rodeado de agua como aquél. Y, como llovía a mares, decidimos salir hacia Naarden para instalarnos y descansar un poco tras el largo viaje.
A la mañana siguiente nos despertó la llamada de un amigo de Katy. Se llamaba Alexander, trabajaba en publicidad y, según mi amiga, era un tío divertido y un poco excéntrico que siempre sabía dónde se celebraban las mejores fiestas en la ciudad, así que me pareció buena idea quedar con él.
Nos convocó en un lugar muy céntrico del Oudezijds Voorburg: el famoso barrio del putiferio en los escaparates con luz roja, donde se encuentra el mayor trasiego de turistas en cuanto empieza a anochecer.
Nuestra cita era en un concurrido Coffee Shop de nombre RICK´S CAFÉ. Ya sé que estaba en Amsterdam y no en Casablanca pero, cuando Katy me informó del lugar de nuestra cita me emocioné pensando que la vida me deparaba un remake, y yo estaba dispuesta a vivir un romance con el Rick-Bogart de turno, aunque tuviera fecha de caducidad con despedida a pie de avión en Schiphol Airport una semana después.
Llegamos dando un paseo bordeando los estrechos canales, que separaban hermosas casas antiguas alineadas a ambos lados, observando las barcazas oxidadas amarradas en las orillas. Me daba la sensación de estar dentro de un decorado, o de las ilustraciones de algún cuento nórdico que había leído en mi infancia.
El café disponía de una pequeña terraza frente al canal; estaba abarrotado de gente muy dispar bebiendo cerveza y fumando. Conseguimos instalarnos en un rincón, al lado de una mesa ocupada por unos tipos de treinta y tantos, que lucían bastante macarras y gastaban acento del alto Aragón.
Todavía no habíamos pedido nuestras bebidas cuando se acercó a nosotras un chico alto y delgado, de porte duro pero mirada vulnerable. Ya sé que suena a contradicción pero, al cabo de un rato, me pareció que esa dureza encubría una cierta timidez, o quizás la situación lo requería porque no fue Alexander quien se presentó sino su compañero de piso: un tal Peter, que hacía algo de fotografía y venía a avisar que su colega se había tenido que ir a Bremen a toda prisa, a rodar un spot publicitario. En esa época no teníamos teléfono móvil así que en su lugar se aceptaban los emisarios. En fin, parecía simpático pero en aquél momento no le presté mucha atención; mezclaba inglés y holandés todo el rato y a mi alrededor pasaban demasiadas cosas para esforzarme en seguir la conversación. En cambio, no tardé en conectar mi radar a los macarras de la mesa contigua, porque gritaban demasiado, como hacemos los españoles dando la nota en cualquier lugar.
Inmediatamente los bauticé como: el bueno, el feo y el malo; como en el Western de Sergio Leone, con Clint Eastwood haciendo de vaquero, unas cuantas décadas antes de demostrar su talento como director. En fin, que yo soy de las que lo bautizan todo en un santiamén y, a continuación, como también peco de perfecta cotilla, no pude evitar escuchar sus palabras porque, aquellos tipos eran de armas tomar:
EL BUENO— Pues yo, si tengo una novia ya me pueden poner tías de las mejores en los escaparates que ¡ni caso!
EL FEO— ¡Qué dices tío! Los hombres son como son, las mujeres lo saben y entonces actúan en consecuencia. ¡Pa qué voy a estar con este gilipollas si tengo 5 más disponibles!
EL MALO— Hay tías que tienen novio y por la noche salen y pegan un polvo. ¡Joder, tío! Si llegas a un sitio donde no te conoce nadie y te encuentras una tía que te viene en plan de rollo, ¿qué le vas a decir? Pues, te la tiras y YA. ¡Si seguro que se ha tirado a 25 antes que a ti! ¡Y gratis! ¿Qué le vas a decir? No, ¡es que yo quiero una relación! Yo no me complico la vida, no quiero.
EL FEO— Si es una amiga tuya y la ves cada día, igual te complicas la vida pero si no la conoces ¡qué más te da!
EL BUENO— Venga, tíos, no me toquéis los cojones. A mi no me vais a cambiar las ideas. Yo me he dado más ostias que el copón. Yo soy así y punto, y no voy a cambiar por nada ni por nadie.
EL MALO— Si fueran todas unas santas pues sí, pero como no lo son…
EL BUENO— ¡Que a mí no me va irme de guarras, joder!
EL FEO— ¡Pues a mí sí!
EL MALO— Yo creo que no se lo pasan bien, pero mientras me lo pase yo...
EL BUENO— Pues yo prefiero irme a casa y hacerme un pajote.
EL FEO— ¡Igual no se te levanta!
EL BUENO— ¿Tú crees que “El Chori” es feliz? Y, ¿ a cuántas se ha tirao? Cuanto más tienes más quieres y a la larga no te satisface. Sólo las ves para eso. La Lara es como para casarte con ella, y tener hijos, y todo eso, pero no ¡para follar!
En ese momento me saturé y conecté de nuevo con la conversación de mis amigos, descubriendo que me habían organizado un plan y yo sin enterarme: parece ser que había quedado con Peter— el amigo de Alexander—, para hacer turismo un par de días más tarde mientras él localizaba escenarios naturales para un rodaje, porque Katy tenía que resolver unos asuntos y no nos podía acompañar.
Esto sí tenía gracia: como había estado sonriendo y diciendo que sí a todo con el piloto automático mientras escuchaba a los energúmenos sentados a mi vera, resulta que me había ofrecido a acompañarle durante una jornada completa, y ni siquiera estaba segura de que el tipo me cayera bien: no le había dado la más mínima oportunidad pero, como era mono y yo estaba de vacaciones, y necesitaba olvidarme del capullo de Antoine y de la película, decidí que no perdía nada haciendo una excursión con un desconocido, en un país extranjero donde lo tenía todo por descubrir . Lo que me esperaba se podría calificar de cualquier cosa menos de aburrido. Eso sí que os lo puedo asegurar, aunque en ese momento no lo sabía, ni siquiera lo podía imaginar.
CONTINUARÁ